Carla (nombre ficticio) aún tiembla al recordar el trayecto en coche. El pasado jueves 27 de noviembre, iba con su madre, dependiente, y con su hija pequeña cuando, al poner el intermitente para entrar en casa de su madre, lo vio. Su agresor estaba allí, caminando justo frente a la entrada. A un metro, quizá dos. Lo reconoció al instante. Y en ese mismo segundo, todo lo que creía controlado saltó por los aires.
Su primer impulso fue protegerlas. No entró en la calle: siguió recto, subió unos metros y dio la vuelta, intentando alejarse. En su mente había una idea fija: la pulsera tenía que sonar. El dispositivo telemático, instalado desde hacía más de un año y medio, debía alertar de inmediato cuando él invadiera el perímetro de seguridad. Pero no sonó.

“Mami, respira. Yo estoy aquí, él no te va a hacer nada”
Su madre, nerviosa, empezó a insistirle en que quizá se había olvidado el dispositivo. La hija pequeña intentaba tranquilizarla desde el asiento trasero: “Mami, respira, yo estoy aquí”. Carla seguía conduciendo, tratando de alejarse unos metros para reorganizarse y evitar que su progenitora presenciara la escena. Con las manos torpes, rebuscó en el bolso hasta encontrar el aparato dentro del neceser donde siempre lo guarda. Estaba ahí. Funcionaba. Pero seguía en silencio.
Fue entonces cuando llamó al centro Cometa, responsable de monitorizar el sistema. Hablaba atropellada, con la respiración entrecortada. Le explicó lo que estaba pasando: él estaba a un paso de distancia y la pulsera no emitía ninguna alerta. La operadora le pidió una y otra vez: “Por favor, detenga el coche”.
“La Guardia Civil no va a venir. Nunca vienen”
Pero Carla estaba en shock. No podía. “¿Cómo voy a parar al lado de él? ¿Qué quieres, que piense que lo estoy provocando?”, le respondió. El miedo no era abstracto. Su hija pequeña la miraba con ojos muy abiertos. Su madre repetía que el aparato tenía que estar sonando. Carla intentaba mantener el control para protegerlas a ambas. Pero el cuerpo ya no aguantaba.
Vomita dentro del coche, sin poder frenarlo. Ese fue el límite. Detuvo el vehículo unos metros más adelante, temblando entera, tratando de respirar entre arcadas y llanto. La operadora de Cometa seguía al teléfono, diciéndole que el protocolo estaba activado y que la Guardia Civil iría de camino. Carla, agotada y con la voz rota, solo acertó a decir: “No van a venir. Nunca vienen”.

Aun así, decidió volver a pasar por la calle para demostrar a la operadora que el dispositivo no funcionaba. Condujo lentamente, pegada a él. Y aun así, la pulsera no emitió ningún aviso. Ni un pitido. Ni una vibración. Nada.
Minutos después, Cometa aseguró que había transferido las coordenadas a la Guardia Civil. Pero nadie acudió. Nadie la llamó. Nadie comprobó su estado. Pasaron los minutos y el vacío institucional fue absoluto.
Pesadillas, brote de rosácea y pastillas para dormir
Más tarde, cuando Carla fue recogida por unas amigas, desde el centro Cometa intentaron justificar lo ocurrido: si uno está en movimiento y el otro está parado, la pulsera no pita. Carla conoce el sistema mejor que muchos agentes: sabe exactamente en qué punto comienza a sonar cuando él está en su casa, en el bar o sentado. “Es que ni ellos mismos saben cómo funciona la pulsera”, lamenta.
Esa noche tuvo pesadillas. Su cara amaneció inflamada por un brote de rosácea, algo que le ocurre cada vez que atraviesa picos de estrés extremo. Necesitó medicación para dormir. “Lo que te mata no es que suene la alarma”, explica. “Lo que te mata es saber que él puede estar a un metro de ti y el sistema no lo detecta”.
El circuito institucional que agota y destruye
Carla carga también con otro peso: denuncias previas que nunca avanzan. Un quebrantamiento de febrero, con testigos, sigue sin tramitarse. En los juzgados, a él no le han tomado declaración. “Es como si todo se quedara en un cajón”, dice. “Te obligan a entrar en un ciclo de agotamiento del que ellos siempre salen ganando”.
Carla no sabe ya qué hacer. No quiere denunciar este episodio porque teme que él interprete la denuncia como una muestra de miedo y lo utilice para atormentarla más. Pero tampoco puede seguir viviendo así. “Yo lo menos que quiero es que él sepa que le tengo tanto miedo. Él gozaría con eso.”
Hoy solo pide una cosa: que el sistema funcione. Que no dependa de la suerte o del azar. Que haya alguien que responda por lo que pasó aquel día. “Las mujeres estamos desprotegidas. Y ellos lo saben. Yo no estoy empoderada. Estoy sobreviviendo.”
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