El sonido insistente del dispositivo Cometa —el sistema de seguimiento que protege a las víctimas de violencia machista de sus agresores con pulseras antimaltrato— se convirtió para muchas en una segunda condena.
No era una alarma de seguridad, sino un recordatorio constante del peligro: pitaba una y otra vez porque el agresor, lejos de detenerse, cruzaba los límites una y otra vez para intimidar.
Cada vibración, cada sonido, no solo avisaba de la amenaza cercana, sino que poco a poco dejaba cicatrices invisibles: vivir atrapada en un estado de alerta permanente, sabiendo que el sistema funciona, pero que los agresores también conocen cómo usarlo para seguir haciendo daño.
Eva Afonso: “Quien quiera saltarse la orden, se la salta”
Eva Afonso lo sabe bien. Su exmarido intentó asesinarla de dos tiros en 2018. Durante tres años y medio fue usuaria de este sistema de seguimiento. “El dispositivo antiguo también fallaba, y no era una o dos, fallaba muchas veces”, recuerda.

Cada error era un golpe más en una vida marcada por el terror. “Sea la pulsera que sea, sea el dispositivo que sea, un maltratador que quiera quitarse o que quiera saltarse esa orden, que quiera hacer daño, lo va a hacer igual, porque la rompe, la deja en casa, no le carga la batería, incumple todas las normas”, insiste.
Susana: “Hacía jugadas con el patinete, venía y se separaba 700 metros”
Muchos son los kilómetros que separan a Eva de Susana (nombre ficticio para proteger su identidad), pero su historia es escalofriantemente parecida. Su agresor quebrantó la orden de alejamiento en varias ocasiones, incluso con la pulsera puesta.
“Tuve a mi agresor de frente y el dispositivo no pitó”, explica con la voz entrecortada. “A veces daba fallo y no se sabía el motivo. Nadie se ponía en contacto conmigo. Muchas veces salía de la ciudad y me quedaba en casa de amigos para que no supiera dónde estaba”.
Convivió con él durante años. Lo relata como una auténtica tortura: “Intentó ahorcar a mi perro, a mí me da una tremenda paliza y a mi hija le hizo ver vídeos de extrema violencia”.
Susana se mantuvo a su lado hasta que no pudo aguantar más. Él ha estado en la cárcel, además ha llevado durante mucho tiempo la pulsera conectada a Cometa y aun así se las apañaba para burlar el sistema: “Cogía un patinete de motor y hacía jugadas para que su posición no se localizara. Me pitaba como si estuviera al lado y luego me llamaban y me decían que estaba a 700 metros”, relata. El agresor adaptó su maltrato a la situación.
Mientras tanto, ella vivía y vive con “muchísima ansiedad”. Para Susana no hay precio que lo repare porque él “se las sabe todas y sabe cómo hacer daño”.
En medio de tanto fracaso institucional, Susana reconoce un respiro: el servicio Atenpro, un programa telefónico gratuito de atención y protección para víctimas disponible las 24 horas.

A través de un terminal especial, las mujeres usuarias pueden contactar de inmediato con profesionales especializados que les ofrecen acompañamiento, apoyo emocional y coordinación con emergencias si es necesario. “A nivel judicial me he sentido desprotegida, pero con ellos nunca me he sentido sola”.
Blanca: más de 200 quebrantamientos en un año
La historia de Blanca (nombre ficticio para proteger su identidad) muestra hasta dónde puede llegar el desamparo cuando ni la tecnología ni la justicia frenan al agresor. Diagnosticada de estrés postraumático, fibromialgia e insomnio, sobrevivió once años de violencia. Su agresor burló el dispositivo hasta 200 veces en menos de un año.
“Un día estuvo desconectado 14 horas y el dispositivo no paraba de pitar, pitar, pitar y pitar. Los agentes no paraban de llamarme porque no lo encontraban. Me pidieron que no saliera de casa, tampoco mi familia”, relata. Incluso llegó a quitarse la pulsera y aparecer directamente en su casa.
La persecución ha dejado en ella huellas imborrables: “No soy capaz de dormir cuatro horas seguidas. Da igual la medicación que tenga, lo han probado todo conmigo. Sigo en alerta. No descanso. Es como si tuviera algo encendido en mi cabeza y no se apaga”.
Las secuelas físicas y psicológicas son devastadoras: la mandíbula desgastada de tanto apretar los dientes, la espalda dañada, el miedo a contestar una llamada del propio seguimiento policial. “Tengo que tener el móvil en silencio a día de hoy, una llamada me asusta y como me llame la policía para hacerme el seguimiento también me asusta, me pienso que está fuera y que me tengo que ir”, confiesa.

Blanca recuerda noches enteras sin dormir, vigilando a sus hijos: “Yo he estado durmiendo en el suelo con una mano en la cuna y con el otro brazo en la cama de mi hijo por el miedo de que entrara a la habitación y le hiciera algo a los críos. Me tenía desde las cinco de la tarde hasta las cinco de la mañana con discusiones, eso te mata. Te deja mucha huella. Es escuchar constantemente: perra, puta, guarra, zorra, asquerosa, no vales para nada, mala madre”.
Un trauma que no termina con la tecnología
Tres mujeres, tres historias distintas atravesadas por el mismo denominador común: dispositivos que deberían protegerlas y que, entre fallos técnicos, burocracia y la falta de respuesta judicial, acabaron siendo un recordatorio constante del miedo.
El pitido de las pulseras, en lugar de ser sinónimo de seguridad, se transformó en la banda sonora de un trauma que sigue resonando incluso cuando los agresores están entre rejas.
El trauma no termina con los golpes, las amenazas o la cárcel del agresor. Se perpetúa en pitidos nocturnos, llamadas inesperadas y la sospecha constante de que él puede aparecer en cualquier momento. Son decenas de mujeres las que sufren esta carga, y sus historias muestran la urgencia de que el Estado actúe con rapidez y contundencia, poniendo el foco en quienes ejercen la violencia y no en quienes la padecen.
Si algo de lo que has leído te ha removido o sospechas que alguien de tu entorno puede estar en una relación de violencia puedes llamar al 016, el teléfono que atiende a las víctimas de todas las violencias machistas. Es gratuito, accesible para personas con discapacidad auditiva o de habla y atiende en 53 idiomas. No deja rastro en la factura, pero debes borrar la llamada del terminal telefónico. También puedes ponerte en contacto a través del correo o por WhatsApp en el número 600 000 016. No estás sola.