Lo mismo hubiese tardado décadas en verbalizarlo, pero una charla sobre la violencia contra las mujeres en su colegio salvó a una niña de 9 años del abuso y el silencio. No se lo contó a su madre, ni a una amiga, lo hizo a sus profesores tras escuchar a unos expertos explicar qué es la violencia y cómo se manifiesta. Así de fundamentales son estas conversaciones con los niños, niñas y adolescentes. La pequeña, que llevaba años siendo agredida sexualmente por su tío, con el que convivía, ahora está a salvo.
El caso, ocurrido en Palma durante una actividad del 25N, no es una excepción ni una casualidad. Para quienes trabajan desde hace años en prevención de la violencia machista con infancia y adolescencia, confirma una certeza incómoda: muchas víctimas no denuncian porque no saben que lo que les ocurre tiene un nombre. O porque nadie les ha dicho, antes, que pueden hablar.
“El objetivo no es tranquilizar, sino generar un impacto”
José Antonio García Serrano, psicólogo especializado en violencia de género en población infanto-juvenil y autor de guías y planes institucionales en Andalucía, lo resume sin rodeos: “Cuando voy a un centro educativo y no provoco ninguna reacción, ni enfado ni incomodidad, es que estoy haciendo mal mi trabajo”. El objetivo de estas intervenciones, explica, no es tranquilizar, sino generar un impacto que permita a niñas y adolescentes reconocerse en lo que se está contando.

El falso consentimiento
Ese reconocimiento es casi constante. Cuando se habla de control, de celos, de humillaciones o de chantajes, las alumnas se miran entre ellas, se dan codazos, dicen nombres en voz alta. Los chicos también se identifican, a veces desde la burla, en los primeros escalones de la violencia. “La adolescencia es la etapa en la que más se da la violencia psicológica y de control”, señala García Serrano. Y es también la puerta de entrada a todo lo demás.
El psicólogo insiste en que la violencia no irrumpe de golpe. Entra poco a poco. Primero se disfraza de cuidado: compartir la ubicación “para saber que llegas bien”, pedir contraseñas, exigir respuestas inmediatas. Después llegan las peleas constantes, el aislamiento de amistades y familia, la manipulación emocional, la culpa. Más tarde, la intimidación y la violencia sexual, muchas veces bajo lo que define como “falso consentimiento”: ceder para que no se enfade, para que no te deje, para evitar el conflicto. “Al final todas y todos saben que se acaba cediendo”, afirma. Y ese aprendizaje va consolidando una relación de poder.
“La adolescencia es cuando aprendemos a relacionarnos con el mundo”
Ese proceso tiene un impacto directo en la autoestima de las víctimas, especialmente en una etapa vital en la que se está construyendo la identidad. “La adolescencia es cuando aprendemos a relacionarnos con el mundo”, explica García Serrano. Interiorizar que lo que una siente no importa, que exagera o que todo es culpa suya deja una huella profunda. “No hay violencia sin daño en la autoestima”, advierte. Y cuanto antes empieza, más difícil resulta identificarla y salir.
Por eso subraya la importancia de que una persona externa nombre lo que ocurre. Alguien que diga claramente que ese malestar no es amor, que no es normal y que no es culpa de quien lo sufre. “Cuando una adolescente escucha eso, muchas veces es la primera vez que alguien valida lo que siente”, señala. Y esa validación puede marcar la diferencia entre seguir atrapada o pedir ayuda.
La historia de la niña de Palma encaja en ese patrón. No habló tras una agresión puntual, sino después de escuchar un relato que le permitió entender que aquello que vivía no era inevitable. Que tenía nombre. Que podía decirlo.
“A mí me ha pasado lo mismo, pero él llevaba un anillo”
Ana Bella, fundadora de la Fundación Ana Bella y superviviente de violencia machista, lleva más de dos décadas viendo cómo ese silencio se rompe en las aulas. Desde 2002, su organización ha formado a alrededor de 400.000 adolescentes en prevención, detección de señales de alarma y relaciones sanas. “Las jóvenes son las que menos denuncian. Y si se lo cuentan a alguien, antes se lo cuentan a una amiga que a una persona adulta”, explica.

Por eso el enfoque de estas formaciones no se limita a identificar la violencia, sino a enseñar cómo ayudar. A crear redes entre iguales. A no dejar sola a la amiga que está siendo controlada, humillada o agredida. “Cuando nos escuchan a nosotras, que vamos de supervivientes y no de víctimas, se quita el estigma y se atreven a romper el silencio”, apunta.
Los ejemplos que relata son tan frecuentes como estremecedores. En una formación en Dos Hermanas, una joven se levantó y mostró un cardenal en la cara: “A mí me ha pasado lo mismo, pero él llevaba un anillo”. Otra explicó que su agresor le echaba una manta por encima para no dejar marcas. En Osuna, una adolescente se quitó la rebeca y tenía los brazos llenos de moratones: había sido golpeada la noche anterior por su novio. No lo sabía ni su madre ni el profesorado. Tras el taller, se activó el protocolo. “Le salvamos la vida”, afirma Ana Bella.
Enfadarse con la amiga que está con un chico violento
También aparecen formas de violencia menos visibles, pero igual de dañinas. En Sevilla, una alumna entendió que estaba siendo maltratada cuando reconoció que su novio la obligaba a estar en videollamada durante todas las horas del instituto. El móvil se le recalentaba y se apagaba, y él se enfadaba. Fue esa identificación la que permitió actuar.
Para García Serrano, el problema es que el control sigue interpretándose como amor. Compartir ubicaciones, exigir contraseñas o respuestas inmediatas se vive como una muestra de interés, cuando en realidad es violencia. “Ese malestar que sienten no es amor: es control”, insiste. Y nombrarlo es el primer paso para frenarlo.
También alerta del peso creciente de la violencia digital. El miedo a que alguien utilice imágenes para humillar o controlar está muy presente entre las adolescentes. “Todas saben cómo se hace”, afirma. Por eso insiste en que hablar hoy de violencia sexual implica hablar de redes, de pornografía, de inteligencia artificial y de chantaje digital.

Otra parte central de su trabajo tiene que ver con el papel del grupo. Muchas veces, explica, la reacción del entorno es enfadarse con la amiga que está con un chico violento. Pero eso suele tener el efecto contrario: la deja más sola y refuerza el discurso del agresor. “El maltratador quiere aislarla”, resume. Si el grupo se aparta o la juzga, le está quitando una cuerda para salir. Acompañar sin presionar, escuchar y no romper el vínculo es, también, una forma de protección.
Ambos coinciden en que la prevención no puede ser tibia ni abstracta. Hay que bajar al detalle, hablar el lenguaje de quienes escuchan, nombrar los empujones, los pellizcos, los insultos, el chantaje sexual. Solo así el mensaje llega. Solo así alguien puede reconocerse y entender que pedir ayuda es posible.
El caso de Palma demuestra que la prevención funciona. No evita todas las violencias, pero abre grietas en el silencio. Y, a veces, esas grietas llegan a tiempo.
Si algo de lo que has leído te ha removido o sospechas que alguien de tu entorno puede estar en una relación de violencia puedes llamar al 016, el teléfono que atiende a las víctimas de todas las violencias machistas. Es gratuito, accesible para personas con discapacidad auditiva o de habla y atiende en 53 idiomas. No deja rastro en la factura, pero debes borrar la llamada del terminal telefónico. También puedes ponerte en contacto a través del correo o por WhatsApp en el número 600 000 016. No estás sola.


