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Hannah Arendt y la pregunta que no cesa: cómo pensar el mal en un mundo sin sentido

El 50º aniversario de la muerte de la pensadora alemana impulsa nuevas ediciones y reaviva un debate central en su obra: de dónde nace el mal y qué significa enfrentarlo en un tiempo gobernado por el nihilismo político, la posverdad y la pérdida de mundo

La escena se recuerda con nitidez: 4 de diciembre de 1975, Manhattan. Hannah Arendt había invitado a cenar a una pareja de amigos en su apartamento del Riverside Drive. Preparaba la mesa cuando sufrió un segundo infarto. Murió a los 69 años. En su funeral, Hans Jonas dijo que “las cosas parecían distintas después de que ella las mirara”. Esa mirada —incómoda, libre, independiente— ha regresado medio siglo después con una fuerza inesperada. Su obra vive un resurgimiento editorial que trasciende aniversarios: responde a una necesidad intelectual urgente.

Hannah Arendt nunca buscó discípulos. Tampoco quiso convertirse en símbolo. Su escritura —atravesada por la experiencia, nunca por la escolástica— pretendía una cosa más audaz: enseñar a pensar en tiempos en los que pensar se vuelve casi imposible. Y en esa dificultad está la raíz de su idea más célebre y más malinterpretada: la banalidad del mal.

Pero reducirla a esa fórmula es empobrecerla. Hannah Arendt dedicó toda su vida a una pregunta más amplia y más radical: ¿cómo es posible que seres humanos corrientes participen en crímenes absolutos? No la formuló desde la abstracción, sino desde su experiencia vital: su detención por la Gestapo, su fuga a París, su paso por el campo de Gurs, el exilio en Estados Unidos, el suicidio de su maestro y amigo Walter Benjamin, la Shoah como herida histórica irreversible.

Esta interrogación aparece como un eje persistente: el mal no es una sustancia metafísica, sino una fractura en la capacidad de pensar, un vacío donde la conciencia se apaga. Comprender esa grieta —no justificarla— fue su obsesión permanente.

Hannah Arendt, una voz que sigue resonando con fuerza
Hannah Arendt, una voz que sigue resonando con fuerza

Una autora poco domesticable

La Hannah Arendt que hoy vuelve a las librerías no es la figura simplificada que circula en redes sociales, reducida a citas sueltas y frases motivacionales. El resurgir editorial —Aron, Birulés, Hill, Meyer, Martínez-Bascuñán, nuevas ediciones de textos políticos y recopilaciones póstumas— revela una pensadora mucho más áspera, heterodoxa y resistente a cualquier encasillamiento ideológico.

En 2025 se han publicado nueve títulos nuevos de y sobre Hannah Arendt, que se suman a los numerosos volúmenes aparecidos el año anterior. El sello Página Indómita ha recuperado Sobre la naturaleza del totalitarismo, Sobre la desobediencia civil, ¿Qué es la autoridad? y el ensayo de Raymond Aron La esencia del totalitarismo: a propósito de Hannah Arendt. Por su parte, Altamarea ha lanzado ¿Qué es la libertad? y Nosotros, refugiados. La editorial Herder ha publicado Hannah Arendt, carta del recuerdo para los amigos de Olga Amarís y Una herencia sin testamento, Hannah Arendt, de Fina Birulés, autora también de Hannah Arendt, el mundo en juego editado por Katz. A estos títulos se añaden la biografía de Samantha Rose Hill publicada por Báltica, el ensayo de Máriam Martínez-Bascuñán El fin del mundo común. Hannah Arendt y la posverdad (Taurus) y el texto de Arendt sobre Walter Benjamin editado por Flaneur.

Thomas Meyer, autor de la reciente Hannah Arendt. Una biografía intelectual, insiste en ello: Arendt vivió siempre en el “umbral” entre el compromiso político y la independencia del pensamiento. Rechazó el activismo partidista, pero también la torre de marfil académica. Prefería enfrentarse sola a las preguntas de su tiempo antes que sumarse a coros previsibles.

'Hannah Arendt. Una biografía intelectual', de Thomas Meyer
‘Hannah Arendt. Una biografía intelectual’, de Thomas Meyer

Esa soledad escogida explica su distancia respecto a Heidegger —tras su relación y su repudio al nazismo—, su incomodidad ante el sionismo político o su desconfianza hacia los intelectuales que se proclamaban portavoces del pueblo. Hannah Arendt nunca quiso ser portavoz de nadie. Pensar, para ella, consistía en no dejarse arrastrar por la corriente, como escribió en su diario.

Comprender antes que juzgar

Frente a la abstracción moral o religiosa, Hannah Arendt sostenía que el pensamiento político debía partir de la experiencia concreta. No creía en la repetición del pasado ni en analogías mecánicas: cada crisis exige una mirada nueva. Esa disposición es clave para entender Eichmann en Jerusalén, la crónica del juicio al burócrata nazi que la llevó a ser acusada —erróneamente— de relativizar el mal. Lo que Arendt vio en Eichmann no fue un demonio clásico, sino una ausencia, un funcionario incapaz de pensar desde el punto de vista del otro. Su maldad no provenía de una pulsión criminal extraordinaria, sino de la obediencia automática, del cliché, de la renuncia a todo examen interior.

Aunque Hannah Arendt se distanció de cualquier adscripción religiosa, su obra mantiene un diálogo constante con la tradición judeocristiana, con Kant y con el existencialismo alemán. No hubo “conversión” en sentido doctrinal, pero sí una lectura singular de los conceptos de culpa, responsabilidad, perdón y juicio. Arendt defendía la objetivación de la propia experiencia como requisito de una posición moral. No confiaba en las nociones metafísicas del mal ni en los discursos redentores. Su preocupación era profundamente terrenal: ¿cómo reconstruir un mundo compartido después de que la política lo haya devastado?

'La condición humana', de Hannah Arendt
‘La condición humana’, de Hannah Arendt

En La condición humana esta preocupación adopta una forma casi trascendental: los seres humanos sólo pueden vivir en un mundo común si ejercen la palabra, la acción, el juicio. Cuando estas facultades se apagan, sobreviene lo que ella llamó “desertificación espiritual”, el equivalente secular del mal.

El mal en tiempos de tecnopolítica

La vigencia contemporánea de Hannah Arendt no se explica solo por el auge de los totalitarismos o las guerras actuales. Tiene que ver, ante todo, con la mutación de la esfera pública. Para Meyer, la manipulación informativa, la erosión de la realidad compartida, el uso político de la tecnología y la polarización extrema reactivan las intuiciones arendtianas sobre la fragilidad del mundo común. El fin del mundo común, de Martínez-Bascuñán, explora precisamente este punto: el pensamiento de Arendt como antídoto frente a la posverdad y el cinismo ideológico.

La banalidad del mal adquiere aquí una nueva lectura: no es sólo la obediencia burocrática del siglo XX, sino también la delegación de la conciencia en sistemas automáticos, algoritmos que deciden por nosotros, cámaras de eco que sustituyen el juicio por la repetición. Para Hannah Arendt el mal no surge de un impulso destructivo, sino de un colapso de la interioridad. Pensar, para ella, no era un proceso intelectual abstracto, sino un diálogo silencioso con uno mismo, un ejercicio que permite no actuar contra el mundo.

Así interpretaba la figura socrática: el pensamiento es la condición negativa de la moral, evita que el individuo cometa actos que no pueda soportar habitar. Cuando ese diálogo desaparece, el sujeto queda expuesto a cualquier orden externa. De ahí que la solución de Arendt nunca fuera redentora ni teológica: el antídoto contra el mal no es la bondad, sino la capacidad de juicio, el hábito de detenerse, examinar, disentir. Su filosofía del perdón y de la promesa —presente también en La condición humana— articula la única forma humana de recomponer la continuidad rota del mundo.

Revivir a Hannah Arendt para abordar el autoritarismo actual
Revivir a Hannah Arendt para abordar el autoritarismo actual

Hannah Arendt y la tragedia de la política contemporánea

Su crítica al totalitarismo —desde el nazismo hasta el estalinismo— no se centraba en los líderes, sino en el desmontaje de la pluralidad. El totalitarismo, para Arendt, asesina vidas y destruye el tejido que hace posible lo humano. En ese sentido, vuelve a ser relevante su análisis de los refugiados, un tema que investigó desde los años cuarenta y que aparece en el volumen Sobre Palestina, editado recientemente. Arendt sabía, por experiencia, que la pérdida de ciudadanía no era un problema administrativo, sino una forma de desposesión ontológica.

Pocas vidas condensan la historia europea como la de Arendt: nació en Königsberg, estudió con Heidegger, vivió en París junto a Benjamin, huyó del nazismo, se instaló en Nueva York. Su obra nació de su propia biografía. Por eso su pensamiento —como subraya Meyer— nunca es complaciente.

Su biografía muestra otra constante: la desconfianza hacia cualquier doctrina cerrada. Arendt desconfiaba de quienes prometían síntesis universales, soluciones totales. Prefería partir de los hechos, de las experiencias humanas concretas. La filosofía, en su caso, no aspiraba a explicar el mundo, sino a comprenderlo, término al que otorgaba un valor político central.

Hannah Arendt concibe el mal como un problema que no puede resolverse, sólo enfrentarse. Su pregunta no es cómo vencerlo, sino cómo impedir que vuelva a expandirse. Por eso su obra rehúye cualquier cierre. Cada texto suyo se abre hacia la responsabilidad del lector. Esa apertura —incomodidad, riesgo, ausencia de victoria moral— es una de las razones por las que Arendt se ha convertido en una guía contemporánea. 

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