En El enigma de Dios, Pedro García Cuartango despliega un testimonio honesto y profundo sobre la fragilidad de la vida, la certeza inevitable de la muerte y la persistente búsqueda de sentido en un mundo que combina azar, necesidad y libertad. Entre recuerdos de su infancia en una familia católica en la serena Castilla, la melancolía ante la enfermedad de su madre y la influencia de los grandes filósofos, el autor plantea sin concesiones la pregunta que ha acompañado a la humanidad durante siglos: ¿existe Dios? Su respuesta es clara: no hay certezas, solo la experiencia de vivir, de elegir y de actuar, aun en medio de la angustia y del dolor, conscientes de que la vida merece ser vivida y comprendida, aunque nunca podamos responder a todas las preguntas.
El final me ha dejado sin respiración. Esa frase: “punto final”. ¿El final de la vida le pesa como una losa?
Ese último capítulo está dedicado a mi madre, que sufrió una demencia senil muy agudizada y terminó en una silla de ruedas. Quizá eso explique o justifique el pesimismo con el que concluye el libro. Ese “punto final” equivale a decir que la vida es un camino lleno de incertidumbre y que nunca sabemos realmente dónde termina. Es, en definitiva, la conclusión de la obra. No puedo responder a la pregunta de si Dios existe.
La gran pregunta: ¿ha alcanzado alguna certeza escribiendo este libro, o sólo ha abierto más interrogantes?
Lo único que puedo afirmar con certeza es que la pregunta sigue abierta. Me reconozco agnóstico. No hay una respuesta definitiva. Nadie ha vuelto después de la muerte para contarnos qué sucede al otro lado. Hay personas muy cristianas que lo tienen claro, y también ateos que sienten la misma seguridad. Yo me muevo en el terreno de la incertidumbre. No me convencen las pruebas científicas que intentan demostrar que Dios existe, pero tampoco me convencen quienes aseguran que la ciencia avala su inexistencia. La fe pertenece al ámbito de las convicciones. Se puede creer o no creer, pero no es un terreno al que pueda acceder la razón.
¿Tiene fe en otras cosas?
La vida es un camino. Creo que hay que luchar por las ideas y los principios en los que uno cree, por la familia, por la patria, por las causas que uno considera justas y valiosas. No soy nihilista: pienso que la vida merece la pena. Pero también hay momentos malos: fracasos, pérdidas de seres queridos, sueños irrealizables. La existencia se compone de causas que valen la pena y de episodios profundamente dolorosos. Al final, se trata de hacer un balance. ¿Merece la pena haber vivido? Mi respuesta es sí. Vivir significa conocer, ser conscientes del paso del tiempo y del hecho mismo de estar vivos.

¿Se puede vivir con esta angustia?
Kierkegaard hablaba de la “angustia vital”, del existencialismo. Él afirmaba que el ser humano no tiene esencia, sino que se construye a través de sus actos. Precisamente por esa falta de esencia, por esa incertidumbre y por el sinsentido de la vida, estamos condenados a la angustia. Esa angustia es, en realidad, el horizonte vital del ser humano.
La misma existencia de las preguntas, ¿no le lleva a una hipótesis de respuesta?
No. Ese reproche me lo hacen a menudo los amigos. Me dicen que quizá me falta implicación emocional para llegar a la fe, a estar convencido de la existencia de Dios. Pero creo que mi pérdida de fe no fue solo un proceso racional, en el que me dejara arrastrar por las lecturas de Descartes o Santo Tomás. Fue, sobre todo, un proceso de crecimiento emocional. Pasé de vivir en una familia católica, con una educación cristiana muy marcada, a trasladarme con 18 años a Madrid para estudiar. Ese nuevo mundo hizo tambalear mis creencias. Empezaron a surgir las dudas, dejé de ir a misa, dejé de rezar. En realidad, la pérdida de fe formó parte de mi propio desarrollo personal.
Sin embargo, ¿su pregunta sobre Dios es sobre todo racional?
Es una contradicción. Solo puedo plantearme la existencia de Dios en términos racionales. No sé hacerlo desde lo emocional. Mi gran pregunta es: si la fe es un don de Dios, ¿por qué no me lo ha dado a mí? ¿Por qué a mí no? Si cuando era pequeño tenía convicciones muy firmes… El libro está lleno de estas preguntas.
¿Tiene una visión negativa de la fe?
No. Fui cristiano por influencia de mi familia. Mi padre tenía convicciones religiosas, dos de mis tías eran monjas, vivíamos en pleno nacionalcatolicismo. Mi fe era sincera e intensa, no era una mera práctica social. Creía profundamente en Dios: rezaba, iba a misa, incluso quise ser misionero con 12 años. Pero la vida me llevó por otros derroteros. Entré en una crisis muy rápida y muy fuerte. No pienso que mi fe fuera ingenua o artificial: simplemente la perdí. No niego que tuve fe, lo reconozco, pero no sé explicar las causas exactas de ese “desenamoramiento”. Tuvo mucho que ver con mi llegada a Madrid, la universidad, el cambio de horizonte vital y también mi familia. En el Colegio San Juan Evangelista, donde vivía, encontré un ambiente muy distinto, muy abierto, incluso promiscuo. Eso también influyó. Lo que hago en el libro es contar mi experiencia, reflexionar sobre lo que me pasó, sin pretender convencer a nadie de nada.
¿Por qué, para esta indagación, no ha recurrido a los místicos?
Los he leído, pero no me han marcado. Mi formación intelectual está mucho más vinculada a la filosofía clásica. Desde Platón y Aristóteles hasta Sartre. He leído con atención a Kierkegaard, la Ética de Spinoza, a Hume… Todos los pensadores del siglo XVII y XVIII, y por supuesto Kant, que ha estado siempre presente en mi vida. Mi búsqueda de Dios ha sido a través de la filosofía, de la razón. Puede que no sea el camino correcto, pero ha sido el mío, de forma natural. He intentado encontrar respuestas ahí. Es un hecho biográfico: yo sé que hay personas que buscan a Dios rezando, en el prójimo o en la acción social.
Me ha enternecido el arranque del libro: la constatación de su propia finitud, la melancolía, la reflexión sobre el paso del tiempo. ¿No es el amor también un dato esencial de la existencia?
El amor está presente tangencialmente. Pero no quería escribir sobre el amor, sino sobre Dios. En cierta forma, he evitado tocar ese tema, porque está ligado a la vida íntima, y no era el objeto del libro. Podría haberle dedicado muchas páginas, pero la decisión de no hacerlo ha sido deliberada.
¿No es, al fin y al cabo, el amor el sentido último de la vida?
Hay que distinguir. Una cosa es el amor al prójimo, a otra persona, y otra muy distinta es el amor a Dios. El amor físico y terrenal es tangible: la forma de querer a tu familia no necesita demasiadas descripciones. El amor a Dios, en cambio, es indefinible. Es el amor hacia una idea, hacia un ente abstracto, y por eso resulta tan difícil de explicar.
Si la única certeza es la muerte, la única pregunta es el sentido de la vida. Y es algo que no ha dejado de preguntarse. ¿Por qué cree que no se ha rendido?
La naturaleza humana está marcada por la curiosidad; la llevamos en los genes. Si existe Dios, creó la materia y también el sentido de la vida, que es inherente a ser humano. Todos nos hemos hecho esas preguntas, y yo las he plasmado en papel a través de reflexiones. Pero estas cuestiones son independientes de la fe religiosa. El sentido de la vida se lo tiene que plantear cada persona, sea creyente o no. Camus, en El mito de Sísifo, se preguntaba por qué no nos suicidamos, por qué seguimos viviendo. Cada uno debe responder y buscar el sentido de su propia existencia. La experiencia de cada individuo no es transferible.

¿Hacerse preguntas nos lleva, de alguna manera, a no hacérselas?
Vivimos en una civilización en la que la muerte es un tabú. Hasta el Renacimiento, la muerte estaba presente en la vida cotidiana de las personas. Ahora, en nuestra sociedad de la información, no hay muerte visible, no hay cadáveres, nadie habla de ella. Sin embargo, como decía Heidegger, estamos arrojados a la existencia y la muerte es el último acto que da sentido a nuestra vida; aunque la ignoremos, sigue acechándonos en cada esquina. No hablar de ella no nos hace inmortales.
¿Nos creemos inmortales o no podemos sostener la pregunta?
Vivimos apegados a lo material: culto al dinero, afán de poder, personajes televisivos y famosos, buena salud, cánones estéticos… Estamos educados en una cultura de la inmortalidad que finge que la muerte no existe. Naturalmente, los seres humanos tenemos tendencia al autoengaño: obviamos lo más desgarrador, nos aferramos a la ensoñación de la eterna juventud o la inmortalidad. Pero desde que nacemos, el reloj empieza a contar hasta el momento en que morimos.
Incluso Descartes creía que seríamos eternos…
También acarició el sueño de la inmortalidad. Creía que podía alcanzar la vida eterna. Sin embargo, su experiencia vital fue distinta: la reina Cristina de Suecia lo llevó a enfrentarse a un intenso frío del invierno que acabó provocándole una neumonía mortal. Algo semejante sucede hoy con líderes como Putin o Xi Jinping, obsesionados con alargar la vida hasta 150 años. Hoy, prolongar la vida es una ensoñación científica. El hombre sueña con la inmortalidad, pero no lo lograremos: la naturaleza humana es perecedera; está en nuestros genes.
¿Ha influido la edad, encontrarse a las puertas de la vejez, en la urgencia de esta pregunta?
Sin duda. Esto de alguna forma me impulsó a escribir el libro. La jubilación es una fecha simbólica: he trabajado más de 40 años, casi 45, y de repente llega un día en que no tengo que trabajar. Tengo una “jubilación activa”, pero es un momento de prórroga que invita a la reflexión. Necesitaba escribir este libro. Es producto de una necesidad, no una elucubración intelectual: era una necesidad primaria de reflexionar sobre mi vida y sobre Dios.
No es un acto de ego ni de narcisismo, sino de existencia…
Exactamente. Quería dejar algo que pudieran leer mis hijas y mi nieta. Aunque pueda parecer ampuloso, se trata de trascender. La necesidad de dejar algo no nace de la vanidad, sino del deseo de poner por escrito lo que han sido mi vida y mis inquietudes.
Aunque le haya llevado a este estado de angustia que dice que es la condición esencial del ser humano…
El dolor agudiza el sentimiento y la conciencia de ser. Es fuente de creación. Libros, películas, música, cuadros… todos están movidos por el dolor. El grito de Munch, por ejemplo, personifica la angustia y el sufrimiento; al contemplarlo sentimos esa sensación de desesperación que transmite más que mil palabras sobre nuestra condición humana. El sufrimiento, el dolor, la muerte, son los grandes motores de la vida. Es necesario contextualizar la obra de un escritor o filósofo: son hijos de su tiempo, de la cultura y del medio en que nacieron. Vivieron vidas aristocráticas o miserables, como dice la expresión latina vita, magistra vitae: la vida es la maestra de la vida. Nuestra experiencia nos enseña a pensar.
Kierkegaard decía: “Lo que debo hacer, no lo que debo saber”. Lo importante es la acción. También Simone Weil, a quien ha leído mucho, defendía que la acción debe estar por encima de la fe.
Me atrae no solo lo que dicen, sino cómo vivieron. Lo relevante es el ejemplo de la acción, no la teoría. Simone Weil era cristiana, pero lo importante para ella era dar testimonio, luchar por las condiciones de vida de los demás y por la justicia, más que sumirse en pensamientos teológicos. Podemos creer o no creer, pero siempre es fundamental actuar según nuestros principios. Como se dice, un ejemplo vale más que mil palabras. Nos explicamos por nuestras acciones, por lo que la gente ve que hacemos, no por lo que decimos.
Pero si al final todo es azar, ¿da igual también lo que hagamos? ¿Cómo cuida de su madre en esta fase final?
Nuestras acciones no necesitan estar guiadas por un sentido trascendental o un más allá. Existe una ética de lo humano. Intentamos ayudar a los demás, nos preocupamos por nuestros familiares, porque está en nuestros genes y en nuestra educación. Ser bueno es, como diría Kant, un imperativo categórico.
Otra de las grandes preguntas que explora en el libro es la existencia del mal…
El mal tiene una existencia ontológica para algunos; otros piensan que no. ¿Por qué hacemos el mal? El Holocausto, Pol Pot, Yugoslavia en los 90… el ser humano ha cometido acciones de una indignidad moral asombrosa. ¿Por qué hay hombres con ese instinto de mal que causan daño profundo a los demás? Conciliar esa idea con un Dios proveedor, bueno y todopoderoso se me hace imposible.
¿Y cómo entiende entonces la idea de la libertad? ¿Es insuficiente para explicar el mal?
Me genera dudas. El hombre tiene libre albedrío, y en la medida en que es libre, puede actuar mal. Pero, ¿qué pasa con los niños judíos asesinados en el Holocausto? No puede ser que el libre albedrío pese más que el valor de la vida. El propio Benedicto XVI se hizo esta pregunta en Auschwitz. Es difícil de comprender.

De hecho, en el libro hay un capítulo sobre el caso Eichmann. Recurrir al Holocausto para preguntarse por el mal… ¿qué piensa sobre el caso actual de Ucrania o de Gaza?
Es paradigmático. Es la banalidad del mal, de la que habló Hannah Arendt. Eichmann fue responsable de los crímenes del Holocausto, y nadie puede escudarse tras el anonimato, como sí ocurre con los crímenes que se cometen hoy en día. Lo que está sucediendo en Gaza es terrible; todos tenemos la responsabilidad de hacer lo posible para actuar, aunque sea por medios indirectos.
El capítulo titulado “El azar y la necesidad” habla de la teoría de Monod, según la cual la existencia está condicionada por los genes, el lugar de nacimiento y la educación, pero el azar puede cambiarlo todo. ¿El azar es una religión?
Monod escribió El azar y la necesidad desde un punto de vista biológico. La herencia genética es una combinación aleatoria, un hecho casual, pero también hay necesidad: los genes transmiten carácter, enfermedades, forma de ser… eso es extrapolable a la vida en general. Todo lo que nos pasa es producto del azar —por ejemplo, decidir tomar una calle en lugar de otra— combinado con factores necesarios: época, cultura, genes. La vida es una combinación de azar y necesidad.
Si todo es azar, ¿cómo elegir sin volvernos locos?
La vida es como un árbol con múltiples ramas; vamos tomando decisiones irreversibles. Hay infinitas posibilidades que se van limitando con cada elección. Vivir es elegir. Como decía Sartre, estamos condenados a la libertad. Adquirimos nuestra identidad a través de nuestros actos y decisiones. Somos libres para decidir, y en esa medida somos responsables. Vivir es elegir un camino.
Habla a menudo del concepto de “cisne negro”, de acontecimientos que irrumpen en nuestra vida y trastocan nuestra forma de entender la realidad. ¿Cuál ha sido el gran “cisne negro” de su vida?
No lo sé con certeza; hay muchos. Por ejemplo, cuando trabajaba en Francia recogiendo manzanas, el propietario me propuso ser su socio, pero decidí volver a Madrid para estudiar periodismo. No ser terrateniente en Francia fue una elección que cambió mi vida. Qué habría pasado si hubiera tomado otras decisiones… Somos seres fugaces, finitos y contingentes. Podríamos ser o no ser.
“Dudar es estar a salvo”, escribió Montaigne. Para usted, dudar es una condena.
Me gustaría no dudar, tener seguridad, saber. Pero estamos condenados a la incertidumbre; forma parte de nuestra naturaleza. Hay cosas que no se pueden responder. Existen encrucijadas donde no sabemos qué camino tomar. Podemos adoptar hipótesis verificables, pero seguimos condenados a la incertidumbre, porque desconocemos cómo acabará nuestra vida.
Pasas de los grandes filósofos a los grandes escritores. Dostoievski, Kafka, O’Connor, Cheever… Dice: “Yo siempre he preferido la verdad, por mucho sufrimiento que comporte”. ¿No siente liberación en la verdad?
Yo siempre he preferido la verdad, por mucho sufrimiento que implique. No busco liberación en la ignorancia; prefiero conocer la verdad, aunque duela. Prefiero haber vivido a no haber vivido. He sufrido, padecido, amado, me he equivocado… todo ha merecido la pena. El estado de ignorancia me produce rechazo; quiero saber.
Entiendo que Wittgenstein tenga una gran influencia en un periodista y escritor como usted. ¿Hasta qué punto le ha calado su pensamiento? ¿Las cosas son como las nombramos?
Estoy convencido de ello. El pensamiento es el lenguaje. Luego Wittgenstein matizó su afirmación, pero la idea persiste: los esquimales, por ejemplo, distinguen dieciséis tipos de nieve; para ellos, la nieve es una realidad mucho más compleja que para nosotros.
Echando la vista atrás, en este momento de su vida, ¿de qué siente orgullo y de qué errores se arrepiente?
Es un ajuste de cuentas. El libro mezcla memorias, reflexión sobre Dios, mi vida, mis dudas, mi padre, mi abuelo, mi familia, mi educación, mi infancia en Miranda de Ebro… No se puede separar la existencia de las creencias; todo está unido. Eso da valor al libro: mezcla ambos planos, el personal y el intelectual.
Es testigo de su tiempo. ¿Escribirás sus Confesiones, como San Agustín o Rousseau?
No, confesiones no. No quiero compararme con esos grandes personajes; sería petulante. No he buscado una gran obra literaria o filosófica, sino transmitir una inquietud existencial. Me parece ridículo compararme con esos gigantes que han influido en el pensamiento occidental. Seguiré escribiendo mientras mis facultades intelectuales lo permitan. Es un placer y una necesidad de la vida.