El otro día tuve un sueño delicioso. Tan es así que, al despertarme, se tornó en pesadilla. Morfeo me trasladó a Buenos Aires con un hiperrealismo digno de Antonio López. Si digo felicidad, digo Buenos Aires. Visité la capital argentina con unos amigos hace dos años, poco antes de que Milei fuera elegido presidente, y la exprimimos durante diez días: un tiempo insuficiente para detectar sus grietas, goteras y miserias –aunque sí para intuirlas– y el justo para idealizarla, mitificarla y añorarla como sólo se añora en el Río de la Plata. Nunca me sentí tan libre como en la ciudad donde enterré mi juventud. En mi vida hay un antes y un después de Buenos Aires.
Como el poeta Félix Grande, considero que “donde fuiste feliz alguna vez / no debieras volver jamás: el tiempo / habrá hecho sus destrozos, levantado / su muro fronterizo / contra el que la ilusión chocará estupefacta”. A corto plazo, no contemplo regresar al “mejor culo del mundo” (Sabina) por motivos económicos –los billetes de avión cuestan un pastizal– y porque temo, ay, que la realidad, esa bruja impía, pinche con su alfiler la burbuja idílica de mi recuerdo.
Buenos Aires, enjambre de psicoanalistas, se ha erigido en la capital de mi ello, del polo pulsional de mi personalidad, y aflora oníricamente cada equis, como en el sueño del otro día, que les decía antes, en el que me vi, con una nitidez asombrosa, saliendo del Aeropuerto de Ezeiza, agarrando un taxi, avisando de mi llegada al amigo Reynaldo Sietecase –un periodista, novelista y poeta brillante–, dejando el equipaje en el piso de la calle Beruti que alquilamos en 2023, con la idea de partir inmediatamente hacia la librería El Ateneo, cuando, PRRRR!!!, bramó el maldito despertador.
Me desperté con un resoplido y, presto, pero también resignado, me dispuse a correr en esa rueda de hámster que responde al nombre de Madrid. Quién me lo iba a decir: la Babilonia patria en la que ansiaba vivir durante mi adolescencia se me antoja, desde hace semanas, un chicle insípido, un vagón de metro imposible, un Miami provinciano, un botones hiperactivo que, con malos modales, me pide que cierre al salir. Igual es temporal, igual es sólo un bajón remontable –en realidad, estoy convencido de ello–, pero yo, que amaba El Foro sobre todas las ciudades, digiero mal su metamorfosis masiva, hortera, carísima, y sueño con Buenos Aires, esa percanta inalcanzable –y poco aconsejable: la comparo con esa mujer más guapa que ninguna, más lista que ninguna, y más divertida y más encantadora, pero que, como te la eches de novia, te busca la perdición–, y coqueteo con Granada o con Milán, donde viven tantos grandes amigos, para, acto seguido, ahondar en las virtudes de mi esposa urbana, quien tanto me ha cuidado, forjado, dado y hostiado, la que me procura el pan por mi palabra, sin la que yo no sería yo.
Por qué, Madrid querida, me fijo tanto últimamente en tus arrugas, en tu celulitis, en tus muelas cariadas. Por qué lo hago cada día un poquito más. No tan harto de estar harto de ti, pero casi.



