Hay libros que regresan cuando el mundo parece preparado para entenderlos. Yo que nunca supe de los hombres, publicada originalmente en francés hace más de treinta años, se ha convertido en un fenómeno tardío gracias a TikTok, donde lectoras jóvenes recomiendan esta novela breve y desasosegante como si fuera un mensaje encontrado en una botella. No se trata de una moda arbitraria. El libro de Jacqueline Harpman habla del final del mundo sin espectáculo y sin catástrofe visible; habla del después, de lo que queda cuando ya no hay a quién preguntar.
La historia se presenta como un texto escrito por su protagonista en el último mes de su vida. Una mujer que recuerda su infancia en una jaula subterránea, vigilada por hombres que nunca hablan, junto a otras treinta y nueve mujeres mucho mayores que ella. Ellas conservan recuerdos vagos de un mundo anterior. Ella no recuerda nada. No tiene nombre. No sabe de dónde viene ni por qué está allí. Ese vacío de origen no es solo narrativo: es existencial. La novela avanza desde ese desamparo radical, desde la experiencia de crecer sin lenguaje para nombrar la pérdida.

Harpman elude cualquier explicación tranquilizadora. Nunca se aclara qué ocurrió fuera del búnker. Las mujeres recuerdan fragmentos inconexos: gritos, fuego, gente corriendo, drogas extrañas. Dudan incluso de si están en la Tierra. La protagonista, incapaz de compartir esa memoria rota, desarrolla su propia forma de conocimiento. Aprende a medir el tiempo, a observar, a fabular. Descubre el deseo en soledad, sin referentes, sin educación, sin relato previo. Su despertar intelectual y corporal nace del encierro, no de la libertad. La rabia se convierte en su única herramienta contra el horror.
Cuando una sirena suena y los guardias desaparecen, las mujeres salen al exterior. El mundo, si todavía es mundo, está casi vacío. No hay animales. Apenas flores. No hay hombres. Caminan, porque no hay otra cosa que hacer. Encuentran otros búnkeres idénticos al suyo, con jaulas llenas de cadáveres que nunca pudieron escapar. La promesa de una civilización futura se desvanece. No hay ciudades, no hay respuestas. Solo queda vivir, organizarse, acompañarse mientras se pueda.
La novela rehúye el género distópico clásico. No construye un universo detallado ni ofrece claves políticas explícitas. No explica el sistema ni sus causas. Esa renuncia es su mayor fuerza. Yo que nunca supe de los hombres no pregunta por el porqué del desastre, pregunta por el cómo seguir existiendo cuando todo marco de sentido ha desaparecido. Es una novela sobre la comunidad y sobre la soledad absoluta. Sobre la educación sin adultos. Sobre la libertad mal entendida: la ausencia absoluta de vínculos.

La biografía de Harpman añade una capa inevitable de lectura. Nacida en Bélgica en 1929, hija de padre judío, huyó con su familia a Marruecos tras la invasión nazi. Resulta difícil no pensar en los campos de concentración al leer el encierro de estas mujeres, su vigilancia silenciosa, su deshumanización progresiva. La novela dialoga con otras distopías escritas por mujeres —El cuento de la criada, La parábola del sembrador— aunque se resiste a quedar fijada en una tradición concreta. Su radicalidad está en otra parte: en la negativa a consolar.
Quizá por eso ha encontrado eco ahora. En un tiempo obsesionado con explicarlo todo, con convertir cada obra en discurso, Yo que nunca supe los hombres se mantiene opaca. La protagonista desconfía de los prólogos, de las justificaciones, de la necesidad de pedir permiso para contar. La novela no ofrece moralejas ni soluciones. Solo plantea una advertencia: las noches son normales hasta que dejan de serlo. El colapso no siempre llega con estruendo. A veces se instala sin previo aviso, en medio de una vida cotidiana que parecía estable.
Merece la pena leerse con la mirada actual: una alegoría inquietantemente cercana. Habla de mujeres que aprenden a vivir sin tutela, sin protección, sin relato heredado. Habla de la fragilidad de las estructuras que creemos permanentes. Habla del silencio que queda cuando ya no hay nadie que explique nada. Y en ese silencio, la literatura se convierte en el último gesto de resistencia: escribir para dejar constancia de que, incluso al final, alguien estuvo allí, observando, pensando, intentando comprender.


