Una persona que se jubile en España a los 65 años necesita, según BBVA, unos 207.000 euros en el banco para complementar su pensión. Una cifra que impone respeto. Y no es una exageración: siguiendo la llamada “fórmula Greene”, quien gane el salario medio del país (25.896 euros anuales) debería llegar a los 50 con 129.000 euros ahorrados. A los 65, ocho veces su sueldo. La razón es simple. La pensión media en España apenas supera los 1.500 euros al mes. Y eso, con suerte, no cambiará mucho en el futuro.
La realidad es otra. El sistema público genera muchas dudas. La población envejece. La hucha se vacía. Y el tiempo corre en contra. Por eso, pensar en la jubilación no es solo una cuestión de previsión, sino una necesidad.
Pero claro, ¿ahorrar o invertir? Esa es la cuestión. La respuesta, lejos de ser obvia, requiere entender que ambas opciones no son lo mismo. Ni producen los mismos resultados.
Ahorrar en una cuenta bancaria suena prudente. Seguro. Pero esa seguridad tiene trampa: la inflación. Cada euro parado pierde valor. Lo que hoy paga la compra de la semana, mañana no alcanza para lo mismo. Es el precio silencioso del inmovilismo.
Ahí entra en escena la inversión. No como promesa de riqueza fácil, sino como herramienta para no retroceder. Y para avanzar, si se hace bien.
Interés compuesto
El interés compuesto es una de sus grandes bazas. Es el fenómeno por el cual los beneficios generados por una inversión también generan beneficios. Si se invierten 1.000 euros con una rentabilidad del 10%, al cabo de un año se obtienen 1.100. Pero al siguiente año, ese 10% se aplica sobre 1.100, no sobre 1.000. Y así sucesivamente. La diferencia entre empezar a invertir a los 20 o a los 45 años puede ser de cientos de miles de euros.
Antonio Fernández Quesada, director de inversiones en Tesys EAF, lo explica con números. Una persona que invierta 10.000 euros a los 20 años y aporte 100 euros al mes hasta los 65 podría acumular casi 900.000 euros si obtiene una rentabilidad media anual del 8%. Pero si empieza a los 45, el resultado baja a poco más de 100.000 euros. La clave es el tiempo, más que la cantidad.
Pablo Tellería, asesor financiero en inbestMe, añade otro matiz: no se trata de adivinar el mejor momento para invertir, sino de estar dentro el mayor tiempo posible. La constancia supera a la puntería. Y el largo plazo gana. El ejemplo más citado es el de Warren Buffett, que empezó muy joven, y cuya fortuna se disparó después de los 60 años gracias a la acumulación paciente y sostenida de rentabilidad sobre rentabilidad.
¿Merecen la pena los planes de pensiones?
Aquí es donde los matices se hacen esenciales. Tellería subraya que pueden ser útiles para quienes tienen rentas altas, dado que las aportaciones reducen la base imponible del IRPF y, por tanto, permiten pagar menos impuestos en el presente. Pero tienen letra pequeña. No se puede acceder al dinero libremente. Y al rescatarlo, tributa como renta del trabajo.
Para algunos, esa rigidez es un freno. Para otros, una ayuda. Fernández Quesada apunta que, en muchos casos, esa iliquidez protege de la tentación de usar antes de tiempo un dinero que debería estar quieto. Y además, tienen ventajas en sucesiones: permiten designar beneficiarios directamente.
Más allá de los planes de pensiones, hay otros productos que buscan equilibrio entre ahorro, inversión y ventajas fiscales. Los PIAS (Planes Individuales de Ahorro Sistemático) permiten cobrar como renta vitalicia si se mantiene la inversión cinco años. Los SIALP (Seguros Individuales de Ahorro a Largo Plazo) ofrecen rentabilidad conservadora y exención fiscal tras cinco años. Los PPAs (Planes de Previsión Asegurados) combinan seguros de vida con ahorro, garantizando una rentabilidad mínima.
También están los fondos indexados. Vehículos de inversión que replican la evolución de un índice bursátil, como el S&P 500 o el MSCI World. Permiten diversificar con una sola operación y tienen comisiones muy bajas. A largo plazo, esa diferencia en costes es clave. Una reducción del 1% anual en gastos puede traducirse en varios miles de euros más acumulados tras 30 años.
Para perfiles que buscan estrategias más sofisticadas, existen los fondos de inversión tradicionales, gestionados activamente. Más caros, pero también más personalizados.
En paralelo, aparecen propuestas como la Cartera Permanente de Harry Browne, que reparte la inversión a partes iguales entre renta variable, bonos a largo plazo, oro y efectivo. Esta distribución busca proteger el capital en cualquier escenario económico posible: expansión, recesión, inflación o deflación. Cada uno de los cuatro componentes responde de forma diferente ante esos contextos y, al estar equilibrados, ayudan a suavizar los altibajos del mercado. No busca maximizar rentabilidades, sino conservar el poder adquisitivo con estabilidad.
También está la estrategia Boglehead, inspirada en el fundador de Vanguard, John Bogle. Se basa en mantener una cartera de fondos indexados de bajo coste y elevada diversificación, adaptando el peso entre renta fija y renta variable según la edad y el perfil del inversor. Es una filosofía de inversión pasiva que evita intentar predecir el mercado y que prioriza el largo plazo, la simplicidad y la reducción de costes. Para muchos, una forma eficiente y accesible de invertir sin complicaciones.
La inversión no elimina los riesgos, pero ofrece más posibilidades de mantener o incluso mejorar el poder adquisitivo en el futuro. Mientras tanto, el ahorro en una cuenta corriente cumple otra función: preservar liquidez y responder a necesidades inmediatas. No son excluyentes, pero tampoco equivalentes.