Las gafas oscuras ya no enmascaran un rostro que marca el rumbo de las tendencias. A sus 75 años, Anna Wintour abandona el timón de Vogue EE.UU. como editora jefa, pero sigue al mando de un imperio editorial. Su temporada al frente ha sido mucho más que moda: ha convertido una revista en plataforma cultural, ha relanzado carreras, y ha erigido la Met Gala como cita ineludible. Ahora, tras cuatro décadas, su huella es indeleble.
Cuando Anna Wintour llegó a Vogue, la moda era todavía una conversación entre pocos. Una escena sofisticada pero cerrada, un lugar con invitación. Treinta y siete años después, se va dejando un mundo donde la moda es política, discurso, activismo, viralidad. Donde una portada puede pesar más que una cumbre diplomática. Donde vestir bien no es solo un arte, sino un statement.
Wintour, más allá de editar una revista, gobernó un imperio. Y como toda emperatriz con elegancia brutal, su poder se notaba más en lo que no decía. En sus gafas negras, tan icónicas como la cabecera que dirigía. En los silencios de sus pasillos. En la forma en que un gesto suyo bastaba para lanzar o hundir una carrera.
Lo cambió todo: convirtió a las celebrities en musas editoriales, transformó el Met Gala en el evento social más influyente del planeta y puso a la moda en el centro de las conversaciones culturales. Gracias a ella, diseñadores como Galliano, Tom Ford o Marc Jacobs no solo vistieron cuerpos: vistieron épocas.
Convirtió la portada en una forma de poder: ahí estaban Michelle Obama, Beyoncé, incluso Kim Kardashian, cada una como una tesis visual sobre el tiempo que vivíamos. No importaba si gustaba o no: era historia. Su historia. Pero también fue el blanco perfecto de sus propias sombras. Su carácter, su frialdad, su elitismo. El diablo viste de Prada fue una caricatura despiadada, pero inevitable. Y aun así, incluso eso consolidó su mito. Porque hay algo fascinante en una mujer que nunca pidió caer bien, solo ser imprescindible.
En noviembre de 1988, Wintour vertió su primera gota de disrupción: en portada apareció Michaela Bercu con pitillos y una chaqueta cara, aunque más cerca del mundo real que del glamour inaccesible. Fue un aviso: Vogue dejaba de mirarse el ombligo. En mayo de 1989 consolidó su audacia con Madonna, bañada y sin artificio, y años más tarde incluyó a un hombre en portada, Richard Gere junto a Cindy Crawford, un paso que rompió esquemas.
Desde entonces, Wintour ha hecho de las portadas un reflejo del zeitgeist: de Kim Kardashian con Kanye West a líderes políticos como Michelle Obama y Hillary Clinton. Su visión: la moda no es solo tejido, es símbolo, es cultura. Bajo su mando, el número de septiembre de Vogue se convirtió en la Biblia anual del estilo, un verdadero manual de tendencias.
Desde 1995, Wintour ha presidido el comité del Met Gala. Lo que comenzó como cena benéfica del Costume Institute cobró dimensiones globales: alfombra roja, recaudación récord (30 millones de euros en 2025), y un escaparate de alta costura y provocación. De ser un evento reservado, evolucionó a espectáculo multimedia con impacto político y estético.
Su figura ha sido objeto de crítica y mito. Los mitos existen: es la “Reina de la moda”, pero también “Nuclear Wintour” por su carácter exigente. Fue retratada en El diablo viste de Prada, y en Broadway, por su mano firme. Su postura sobre el uso de pieles suscitó protestas de PETA, incluidos pasteles veganos en la cara, pero también defendió a jóvenes talentos tras bambalinas.
Para Wintour, el futuro ya no está en la tinta del papel, sino en la narrativa global. Ese nuevo rol la coloca como mentora del mañana editorial: quiere “ayudar a la próxima generación de editores”- Alguien tendrá que tomar su bastón en Vogue EE.UU., pero la arquitecta del canon ya ha firmado su obra.
Su retirada de Vogue EE. UU. no es una renuncia: es una mutación. Deja el sillón más poderoso de la prensa de moda, pero no se va. Continúa como directora global de contenidos de Condé Nast. Se repliega, como hacen las figuras que saben que el control también se ejerce a distancia. La pregunta ahora es si alguien será capaz de reconstruir ese equilibrio entre lo aspiracional y lo accesible, entre lo estético y lo ideológico, entre la moda como espejo y como martillo. Porque Anna Wintour no dejó una revista, dejó una forma de mirar el mundo. Y eso, como los grandes trajes o los grandes libros, no pasa de moda.