A pesar de su melena plateada y sus tertulias de mesa camilla en la televisión -a menudo saliendo al paso de las ocurrencias de Mario Vaquerizo sobre su matrimonio-, Alaska mantiene intactas sus señas de identidad como musa contracultural de los ochenta. Ha suavizado su estilo gótico y su teatralidad, pero sus ojos profundos, maquillados siempre con sombras oscuras y muy cargadas, nos llevan directos al embrión de la Movida madrileña.
No vamos a quitarle el maquillaje porque, como ella ha reconocido, es parte de sí misma, pero estamos convencidos de que, si levantásemos alguna de sus capas, nos toparíamos con una cara desconocida. El escritor y periodista musical Rafa Cervera lo hizo hace más de veinte años en Alaska y otras historias de la movida, un libro que acaba de reeditar y del que nos habla en primera persona porque, además de conocer a todas las figuras de aquel momento, como Pedro Almodóvar o Carlos Berlanga, puede presumir de amistad con ella.
Esta mujer “bajita y madura para la época”, según la describe Pedro Almodóvar, que prologa el libro con una entrevista, llegó a Madrid como Olvido Gara procedente de su México natal. Tenía diez años y lo primero que le llamó la atención fue la televisión en blanco y negro y la libertad de coger el autobús con su abuela para ir a merendar o de compras. “Al bajar del avión en Barajas, supo que nada iba a ser igual”, dice Cervera.
Poco después, tuvo que sufrir a diario la crueldad de los niños que se burlaban de su acento. Pasó por tres colegios en cinco años y no encajó en ninguno, a pesar de que sus notas eran excelentes. Cuando llegó a España, Olvido aún creía en Ratoncito Pérez, Santa Claus y los Reyes Magos. “En dos años todos sus mitos cayeron y con doce ya hablaba, pensaba y sentía como una chica de veinte. Tras la muerte de los Reyes Magos y la certeza de que existe lo que los adultos llaman sexo, la infancia comenzó a quedar atrás. Cada vez más rápido”.
Hay dos figuras que marcaron decisivamente a Alaska en aquellos años de acelerada transición a la vida adulta. Una fue su abuela materna, Caridad, una mujer de carácter firme y principios inamovibles. La otra, América Jova. Esta cubana emprendedora, que tiene hoy 96 años, volcó sobre ella su propia valentía, independencia y vitalidad. “En la vida he hecho de todo, menos ser rica”, confesó en un documental. Cervera cuenta que, una vez que descubrió que la sexualidad existe, sintió curiosidad. Y de la curiosidad derivó la necesidad de ver hombres desnudos. “Se lo dijo a América y esta le pidió prestados unos ejemplares de la revista Playgirl a sus amigas cubanas”.
¿Qué le parecieron? Cuando la madre le hizo esta pregunta, ella contestó que le habían dejado indiferente. En esa época estaba enamorada platónicamente del actor David Cassidy, muy popular en los setenta, y no consideraba nada más. No obstante, empezó a devorar tratados de sexualidad como El mono desnudo, de Desmond Morris, y otros libros de diferente temática que compraba en Fuencarral y con los que alimentaba su creciente curiosidad.
Descubrió también el rock y a los ídolos. “Y empezó a sentir admiración por los astros más extremos y fascinantes, empezando por Jim Morrison, Lou Reed o Iggy Pop, hasta llegar al sumo sacerdote de la ambigüedad sexual, David Bowie, que pasó a ser uno de los grandes modelos a imitar”.
A partir de Bowie, le resultaba difícil que alguien pudiese atraerla en la vida real y cotidiana. Evidentemente, no había nadie como él. Menos de su edad, doce años. Sus hallazgos chocaban con el carácter severo de su padre, Manuel Gara, que imponía vestir de manera convencional y estar en casa a las ocho, bajo amenaza de echar la llave, según sigue narrando Cervera.

Cuando este hombre tomó la decisión irrevocable de regresar a México, por primera vez las mujeres del clan se plantaron y, puesto que ya se encontraban felices en España, optaron por quedarse. “Como consecuencia -relata Cervera-, el matrimonio se rompió. América, Caridad y Olvido se instalaron en un pequeño apartamento de la calle Princesa y el matriarcado propició la transformación de Olvido a Alaska”. Este soplo de libertad se volvió aún más fresco con la muerte de Franco, a pesar de que durante unos días vivieron con miedo las revueltas callejeras y el riesgo de algún golpe de Estado.
Aunque la marcha de su padre y el fin de la dictadura aliviaron la tensión, Alaska se encargó de avivarla con un deseo que expresó a su madre: “Quería ser chico para poder ser maricón, como los cantantes a los que idolatraba. Descontenta también con su desarrollo físico, que la convertía en lo contrario a un jovenzuelo andrógino a lo Bowie, la niña pidió a santa Gema que su crecimiento cesara”, recuerda el periodista musical.

Según contó América, era capaz de quedarse sin comer con tal de comprarse discos y revistas en los que encontró la llave para “habitar un universo a su medida y transformarse en un personaje inspirado en la imagen y la actitud de sus ídolos”. Comenzó a frecuentar el Rastro, al principio acompañada de su madre, y algunos círculos progres, aunque a ella lo que le gustaban eran los grupos del glitter rock y las canciones que iban directas al grano con ritmos trepidantes.
El nombre de Alaska lo tomó de un disco de Lou Reed, Berlín, donde se escuchaba “Todos sus amigos la llamaban Alaska…”, sin más intención que usarlo para firmar con pseudónimos las traducciones que hacía de las historietas de Robert Crumb, una de las figuras de la contracultura underground de finales de los sesenta, según detalla Cervera en su libro.
Lo cierto es que Alaska daba ya la bienvenida a una adolescente poco común que reforzaba un ciclo que había comenzado cuatro años atrás, cuando aterrizó en España. “Era distinta, rara y, en definitiva, el prototipo de adolescente que encuentra en el rock el refugio idóneo para hacerle saber al mundo sus frustraciones. Olvido ya era Alaska y estaba dispuesta a ser como los artistas a los que admiraba”, concluye el escritor.