Aguja fina, hilo dorado, obsesión por el detalle… No hay plano que no parezca un retablo ni personaje que no cargue con algún objeto que lo explique mejor que el diálogo. En La trama fenicia, la nueva película de Wes Anderson que acaba de estrenarse en Cannes, ese objeto es un rosario. Pero no uno cualquiera. Uno fabricado por Cartier, con diamantes, rubíes, esmeraldas y un crucifijo de oro blanco; un rezo de lujo para una historia de heridas, creencias y reencuentros.
Mientras tanto está la maison del lujo, de las diademas de los zares, de las pulseras Love y los relojes que no dan la hora sino estatus. Y aunque la frase “una monja con un rosario de diamantes” suena a chiste malo contado en un desfile de París, en el universo de Wes funciona. Funciona porque el lujo no es aquí ostentación, sino símbolo: belleza precisa en tiempos de caos.

La historia es esta: Zsa-Zsa Korda (Benicio del Toro) es un magnate de la aviación que ha sobrevivido a tantos accidentes que empieza a pensar que alguien le está perdonando la vida a propósito. Decide entonces buscar a su hija Liesl (Mia Threapleton), que ha entrado en un convento tras renunciar a su apellido, su herencia y su parte del mundo. La única herencia que acepta es ese rosario. Y como todo lo que pasa en el cine de Anderson, ese gesto no es inocente.
Anderson, según contó en entrevistas, encontró inspiración en un antiguo crucifijo de Cartier del siglo XIX. Quería un objeto que funcionase como símbolo emocional y centro estético.
Cartier respondió con una pieza que es medio oración, medio obra de arte: una cruz de oro blanco de 5,5 centímetros engastada con diamantes talla rosa -la más antigua, la más nostálgica- y un cabujón de rubí en el centro. La cadena, de más de 78 cm, incluye esmeraldas, más diamantes y cinco rubíes más. Es decir: una joya para la eternidad.

No es la primera vez que Anderson hace de un objeto una brújula emocional. En Moonrise Kingdom eran unos prismáticos. En El gran hotel Budapest, la llave de un club secreto. Aquí es un rosario de Cartier. Y aunque suena a excentricidad, tiene todo el sentido: en el cine de Anderson, los objetos son los que guardan los secretos, los que nunca mienten, los que envejecen cuando los personajes no pueden.
Pero… ¿una joya para una monja? Aquí empieza lo hermoso del asunto. Liesl es una mujer que ha cambiado de lenguaje pero no de intensidad. Ya no hereda acciones, pero sí una cruz. La lleva como se lleva una carga o un recuerdo, y ese rosario es, literalmente, su vínculo con un pasado que ha decidido abandonar. Así lo explicó un crítico en Cannes: “El rosario es el personaje más importante de la película que no habla”.
Y es cierto. Porque mientras las intrigas políticas y los gestos absurdos se suceden en la película -hay espías, hay sátira, hay estética buñuelesca-, el rosario está ahí, callado pero omnipresente. En manos de Liesl, sobre su pecho, entre sus dedos, como un mantra. Representa la fe, sí, pero también la herencia y el conflicto. Lo sagrado que duele. Lo familiar que no se quiere soltar.