Vuelvo de Japón enamorado de sus cuervos. Cipango está lleno de estos pájaros inteligentísimos, cuyo cerebro alcanza el tamaño de una nuez, capaces de resolver problemas complejos y de fabricar herramientas, y que celebran funerales cuando uno de los suyos la diña para, en plan forense, observar la causa de la muerte y aprender sobre posibles peligros. “Oh, cuervo”, escribió Poe, “oh, venerable ave anacrónica, ¿cuál es tu nombre en la región plutónica?”. “Dijo el cuervo: ‘Jamás’”. Harto del bíblico Waterworld, el pretérito Noé envió un cuervo para verificar si las aguas del Diluvio habían descendido; el bicho no regresó al arca. En la mitología nórdica, los cuervos Hugin y Mugin “vuelan todos los días / alrededor del mundo” recogiendo noticias e información para el dios Odín. El añorado Javier Krahe, bendito sea, hace muchos años, me explicó en un bar de la calle del Pez que su apellido, en alemán, significa “cuervo”. Su “Cuervo ingenuo” se negó a fumar la pipa de la paz “con tú, por Manitú”, o sea, con Felipe González.
Me pasé la infancia leyendo los libros de Pesadillas y los maravillosos Cuadernos de Campo de Félix Rodríguez de la Fuente, descatalogados, lamentablemente, desde hace lustros. Nunca olvidaré la lección o, si lo prefieren, la explicación sobre el comportamiento gradual y matemático de las aves carroñeras ibéricas cuando estas, en mitad de un campo, se topan con un animal fiambre. Los primeros en llegar son los córvidos, o sea, los cuervos, las urracas o las cornejas, y se ocupan de los ojos y de la lengua. Su ruido atrae a los buitres leonados, especialistas en desgarrar y agujerear, en abrir vías de alimentación. El alimoche se ocupa de los tendones y de la piel pegada a los huesos; el buitre negro, de las partes más duras, y, finalmente, el quebrantahuesos se pone fino engullendo húmeros, tibias y médula ósea. El papel ecológico, que no ecologista, de estos pájaros es esencial: actúan como agentes sanitarios, son indispensables para evitar la propagación de enfermedades.
El Gobierno de España es un zombi voraz similar a los de The Walking Dead –sobre todo, cuando Pedro Sánchez tira de tanatopractor–: se cae a cachos, pero camina y muerde, mantiene el instinto de supervivencia intacto y, en el ecosistema político patrio, es el superdepredador, la especie dominante. Sólo los jueces y los periodistas independientes pueden, si no evitar, sí descubrir, divulgar, censurar y condenar las malas artes de este Ejecutivo como diseñado por George A. Romero.
Los jueces y los periodistas, claro, deben ser más prudentes acercándose al Gobierno que los cuervos y los buitres cuando hacen lo propio con el cadáver de una res: el primero muerde –joder que si muerde–; la segunda, no. Desconozco si, continuando con este símil, Vito Quiles, Ndongo y derivados son cuervos, arrendajos o alimoches. Hay quien piensa, incluso, que son alborotadores vocingleros a sueldo de Sánchez. Hacen mucho ruido, desde luego, y atraen las múltiples miradas –simpáticas, rebosantes de odio o, como en mi caso, tibias– del respetable, pero sólo se ocupan de las partes blandas. De ahí no pasan. Así, al igual que son los buitres los que cercenan y abundan en la carroña con eficacia, sólo los verdaderos y buenísimos profesionales del periodismo de investigación pueden quebrar las rodillas del Ejecutivo, y no responden a los nombres de Quiles o de Ndongo, sino a los de Pilar Gómez, Javier Chicote, Esteban Urrreiztieta, Ketty Garat, Miguel Ángel Pérez, José María Olmo, etcétera.
Con la reforma del Reglamento del Congreso que pretende expulsar a “pseudoperiodistas ultras”, la libertad de expresión y de información han sido amordazadas de una manera inédita por el PSOE, por sus socios y por una camarilla de colegas que, queriendo ventilarse a un puñado de moscas cojoneras, han abierto la veda para que irrumpa un tsunami censor verdaderamente inquietante: se empieza por Quiles y Ndongo, ¿y se continúa por quién? Paradójicamente, o no tanto, la caja de Pandora con la firma de Martin Niemöller se ha abierto en un lugar llamado Parlamento.