Opinión

Enamorados de su reflejo

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Hace unos días, la madre de uno de los chicos a los que he denunciado por acoso, me increpó en los vestuarios para pedirme explicaciones. No quería que le contase nada de lo que hace su hijo, sino de lo que hago yo. Respondí que solo hablaría con ella en el juzgado, y ella reaccionó diciéndole a las estupefactas señoras del vestuario que estoy loca. Ahí quedó el incómodo encuentro con la madre de uno de los chicos que llevan cuatro años amargándome el verano. Hace tres años, otra de las madres me escribió por redes para decirme que estaba dañando la frágil autoestima de un adolescente (sic). No es, ni mucho menos, un caso aislado.

Los menores – estos ya lo son por los pelos – son, para los padres, unas criaturas ambivalentes que pueden actuar como adultos, pero a las que hay que respetar como si fueran niños pequeños. Ante cualquier queja sale el “soy menor”. Tenemos cientos de ejemplos en la prensa, y cada uno de nosotros puede relatar una docena de anécdotas acontecidas en restaurantes, colegios, cines, boleras, parques de bolas… Y llevo años observando que el tratar a los hijos como si fueran Pu Yi en la primera mitad de El último emperador es mucho más frecuente en familias de un solo hijo que en familias que tienen dos o más hijos. También se une la edad de los padres, que son (como yo), productos de la primera generación de natalidad decreciente, y también – sin que estén las dos cosas directamente relacionadas –   del egoísmo, que fue la de los ochenta. Tanto si su adolescencia fue en dicha década como si lo fue la niñez, algo culto al dinero ha quedado grabado a fuego en todos nosotros.

El yuppie (casi siempre encarnado en el broker) era el epítome de individualismo más despiadado, aquel pétreo “tanto tienes, tanto vales”. Bret Easton Ellis lo retrató con frialdad en la magnífica American Psycho, con aquellas retahílas de marcas y modelos de productos de alta gama. Lo que Easton Ellis dibujó como una crítica se ha normalizado en apenas dos generaciones. El consumo de vídeos de adolescentes se centra en el consumo de marcas de zapatillas, coches, juguetes, relojes, maquillaje. Se compra no para usar, sino para mostrar.

En otras palabras, la compra es consumo, no una mera adquisición de bienes. Como una cerilla, el acto de abrir un paquete es todo el placer que se obtiene de ese producto. Apertura de paquete (unboxing, en los videos), muestra, olvido, y vuelta a empezar. De nada sirve que conozcamos e incluso hayamos visto las condiciones en las que se trabaja en las factorías que producen esos objetos innecesarios. “Haz lo que quieras será tu única ley”, escribió La Vey en su Biblia satánica. La Vey, envalentonado contra una sociedad reaccionaria y conservadora, resulta hoy un inocente señor estrafalario que no hizo más que montar un pequeño negocio familiar llamado La Iglesia de Satán, que a su vez era un remedo de la Aurora Dorada.

Una gran diferencia entre la Orden Hermética de la Aurora Dorada y la Iglesia de Satán son los textos fundacionales. Donde en una hubo herencia gnosticista, en la otra se sostuvieron en unos frágiles mimbres que caben en un librito de rápida lectura, tan simplón como Camino, de Escrivá de Balaguer o como las enseñanzas de Amadeo Llados. La caída en picado de nuestro intelecto y de nuestras costumbres ha venido de la mano de la ausencia de lectura. American Psycho fue un fenómeno de ventas, y no había que ser un iniciado en nada para leerla.  Para leer los textos de Sarane Alexandrian o Aleister Crowley hay que tener un buen hábito lector y, por qué no decirlo, mucha paciencia. Para leer La Biblia Satánica solo hace falta saber leer. Y, para entrar en la corriente egotista solo es necesario tener ojos y oídos, dejarse llevar por las emociones, y no pensar jamás en los que nos rodean. Pensar, a ser posible, sin palabras. Es decir, convertirse en un animal.

A estas alturas del artículo puede que usted esté pensando que no tienen nada que ver la señora que me abordó en el vestuario con la obra de Crowley o la de La Vey. Pero sí tienen que ver. El padre fascinado con su prole unigénita, la madre que contempla a su malcriada criatura como el summum de las virtudes le transmitirá siempre el mensaje más dañino jamás lanzado por alguien, la actualización del laveyano “Haz lo que quieras será tu única ley”, que sería “Haz lo que te salga de los cojones, esa es la ley”.  La lectura invita a la reflexión, a encontrarse con el mundo a través de la palabra y la imaginación. En un mundo en el que no se lee, la única referencia es el propio reflejo. Y nada bueno saldrá nunca de quien está enamorado de su propio reflejo.

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