Opinión

La tierra roja de Tara

Cristina López Barrios
Actualizado: h
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¿Recuerdan la escena final de Lo que el viento se llevó? Scarlett O´Hara, llorando en la escalera de su magnífica mansión, rememora las palabras que un día le dijeron su padre y Rhett Buttler sobre su plantación, Tara: la tierra es lo único que permanece, le dijo el primero; de aquí es de donde sacas tu fuerza, de la tierra roja de Tara, el segundo. Tara, Tara, repite ella con el rostro de una espléndida Vivien Leigh iluminado. ¿Qué significa Tara? Volver al origen, al hogar, volver a casa. Reencontrarnos con nuestras raíces, con nuestra historia y por ende con nuestra identidad. Volver al hueso, a lo que nos hizo, donde se pusieron los primeros cimientos. Ese lugar, físico o simbólico, de donde el personaje de Scarlett sacará la fuerza para, al menos, tratar de reconstruir el desastre en el que se ha convertido su vida.

Mi tierra roja de Tara es el pueblo de San Lorenzo de El Escorial, el pueblo en el que pasé todas las vacaciones desde mi nacimiento— llegué a él con dos meses— hasta mi juventud. Donde aprendí a nadar, a montar en bicicleta, en moto, donde crecí junto a mi familia y esos amigos que duran para siempre, aunque te extravíes por los caminos de la ausencia durante años. A veces nos perdemos y no sabemos quiénes somos ni qué hacer, entonces toca volver.

Hoy he vuelto a Tara, me digo sentada en el porche ochentero de la casa de mis padres. Escucho el sonido de esa brisa serrana característica moviendo las ramas de los árboles y empiezo a bajar revoluciones. Veo las hortensias de mi madre en las grandes jardineras de barro, sus hortensias, azules, blancas, rosas; veo el peral en el que me subía cuando era niña, veo el olivo que planté con mi padre, antes de escribir un libro, antes de tener a mi hija y completar esas tres cosas que a alguien se le ocurrió decir que debía de hacer todo ser humano antes de morirse. Veo la piscina donde un amigo se tiró en bicicleta por una apuesta de 500 pesetas. Veo el Monte Abantos, presidiéndolo todo. El monte en cuya falda había vaquerías donde yo compraba la leche que luego mi madre cocía hasta tres veces, y extendía su nata sobre una galleta María cubierta de azúcar. Sabores de la infancia al más puro estilo de la magdalena de Proust. Ahora, una selva de chalets adosados puebla la falda del monte. A veces es necesario volver al origen, pienso mientras me dejo llevar por la brisa; recordar de dónde venimos, qué aprendimos, recordar cuánto llevamos recorrido; a veces es necesario dar un paso atrás para darlo después hacia delante con más sentido.

Volver a casa tiene algo catártico, algo de principio y de fin. Precisamente, regreso a mi Tara tras unas vacaciones en Grecia, donde he visitado de nuevo la isla de Ítaca. La tierra de ese arquetipo literario y cinematográfico de toda trama sobre el regreso al hogar: Odiseo, más conocido por Ulises. En el viaje de regreso a casa siempre se aprende algo, en el viaje está el meollo del asunto, como nos decían los famosos versos finales del poema de Konstantinos Kavafis: “Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado. Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, entenderás qué significan las Ítacas”.

Que lo que importa es el camino, insistía el poeta, y es cierto, pero también lo que nos aporta la llegada. A veces necesitamos regresar no tanto para quedarnos, sino para entender desde donde partir de nuevo.