Tras los sistemáticos ataques lanzados por Israel contra Irán hace ya más de una semana, Donald Trump advertía públicamente acerca de la posibilidad de emprender una operación militar contra el país persa. Finalmente, en la madrugada del domingo, Estados Unidos desplegó su avanzado arsenal sobre tres instalaciones nucleares situadas en Isfahán, Fordo y Natanz. La Administración estadounidense justificó su intervención con el argumento de que era preciso evitar que Irán desarrollara armamento nuclear que pudiera poner en jaque la seguridad internacional. Pese a que algunos expertos dudaban de que la operación llegara a materializarse, lo acontecido durante el fin de semana ha puesto fin a cualquier debate al respecto. Tal es el nivel de sintonía entre ambos gobiernos que el presidente estadounidense ha decidido actuar sin contar con la autorización del Congreso. Ello per se constituye una violación de la normativa constitucional, lo que ha provocado –como es lógico– las denuncias correspondientes.
En cuanto a los detalles técnicos de la operación orquestada hace escasos días, vale la pena mencionar que ésta se ha llevado a cabo por medio de tecnología militar avanzada. Parece ser que esta clase de armamento era el requerido dado que las instalaciones nucleares iraníes se encuentran a gran profundidad. Así pues, se han empleado principalmente bombas GBU-57 MOP (también llamadas bunker buster), capaces de penetrar el hormigón y alcanzar con relativa facilidad zonas fortificadas bajo tierra. Por tanto, se ha arrojado sobre suelo iraní la mayor bomba no nuclear creada hasta la fecha.
Un acto de guerra
Según Trump, esta “incursión bélica” ha tenido un impacto positivo al destruir por completo las instalaciones nucleares que se encontraban en el punto de mira. No obstante, desde Teherán se asegura no sólo que los daños no han sido significativos, sino que además se dispuso del tiempo suficiente para evacuar las instalaciones antes del ataque.

Llegados a este punto, se puede afirmar con rotundidad que Estados Unidos ha llevado a cabo un acto de guerra. Esta es una cuestión que la regulación internacional abiertamente condena. Así lo reconoce el cada vez más mermado y erosionado artículo 2.4 de la Carta de Naciones Unidas que prohíbe a los Estados recurrir al uso de la fuerza. A la luz de los hechos, Irán ha declarado que no retomará las negociaciones diplomáticas que estaban en curso con Estados Unidos mientras el conflicto continúe. Y, además, ha vuelto a invocar el artículo 51 del tratado fundacional de la Organización de Naciones Unidas, argumentando que su actuación se enmarca en el derecho a la legítima defensa frente a los ataques aéreos tanto israelíes como estadounidenses. Rusia y China han expresado un planteamiento muy similar.
Más allá del plano jurídico, que apenas ofrece margen para el debate —pues es evidente que la Administración estadounidense ha actuado al margen del derecho internacional—, cabe preguntarse si esta acción marcará un punto de inflexión en la escalada del conflicto latente en Oriente Medio. La pregunta inevitable es, pues, la siguiente: ¿qué hará Irán? ¿Se limitará a repeler las incursiones militares en su territorio o adoptará represalias más contundentes que excedan el marco de lo que admite la legítima defensa? Aunque aún es pronto para ofrecer respuestas definitivas, los acontecimientos que se desarrollen en las próximas horas y días serán claves a la hora de valorar el alcance real de las acciones llevadas a cabo por los países implicados.
La población civil, la víctima principal
En este escenario tan complejo donde los equilibrios regionales son particularmente frágiles y los intereses de unos y otros están cada vez más enfrentados, cualquier respuesta desproporcionada podría desencadenar una cadena de consecuencias difícil de contener. En todo caso, no debemos perder de vista lo esencial y es que al margen del modo en el que las partes beligerantes conduzcan sus actuaciones en el corto y medio plazo, la población civil se erige como la víctima principal.

Como colofón, resulta especialmente preocupante advertir la tibia respuesta de organismos como la Organización de las Naciones Unidas, creada precisamente para garantizar la paz y la seguridad internacionales. Su actuación parece limitarse a denunciar el incumplimiento de la legalidad internacional sin capacidad para tomar medidas contundentes. Esta parálisis se debe, en gran parte, a la inacción del Consejo de Seguridad que parece tener “maniatada” al conjunto de la referida organización de acuerdo con las reglas de votación fijadas en su momento y que ahora no pueden resultar menos apropiadas. Sea como fuere, la situación descrita está socavando la credibilidad del orden internacional impulsado, en gran medida, por Estados Unidos tras el conflicto bélico finalizado en el año 1945. En definitiva, si el uso unilateral de la fuerza armada –cada vez más habitual en estos tiempos que corren– no acarrea la implementación de consecuencias ni sanciones inmediatas, el mensaje que se proyecta no puede resultar más demoledor: las reglas universales, pensadas para todos, parecen no ser obligatorias para los Estados más poderosos.