Hace unas semanas, mi novio y yo viajamos a Santander para una boda. El domingo por la mañana, antes de volver a Madrid, decidimos dar un paseo por la playa del Sardinero. Hacía sol, la brisa era suave y nadie tenía prisa.
No íbamos hablando de nada concreto. Solo caminábamos. La playa no estaba a reventar, pero tampoco estaba vacía. Gente mayor caminando despacio, algún bastón arrastrando ligeramente la arena. Padres con niños que chapoteaban en la orilla. Turistas con mochilas. Parejas jóvenes. Un grupo de adolescentes con cascos. Nadie se miraba demasiado, pero muchos de nosotros avanzábamos andando en la misma dirección, casi al mismo ritmo (menos algún runner desubicado, claro). Cada uno en su mundo, pero compartiendo espacio sin conflicto, sin propósito, sin objetivo medible.
En un momento, mi novio miró alrededor y dijo:
—Míranos… estamos todos haciendo lo mismo.
Y sí. Todos caminando por la playa como si fuera lo más lógico del mundo. Como si esa mañana estuviéramos cumpliendo, sin saberlo, con una especie de instrucción colectiva de la que nadie se había enterado, pero todos estábamos siguiendo.
Y entonces, al llegar al final del paseo, pasó lo mejor: el momento de la pared. Una pared —bueno, más bien un muro alto— sin ningún tipo de glamour ni significado aparente, más que marcar que hasta ahí se podía llegar. Pues bien, uno a uno, todos —jóvenes, mayores, turistas, locales— fuimos acercándonos y, antes de girar, la tocamos. No sé por qué. Nadie sabe por qué. Pero lo hicimos. Como si el paseo no contase si no tocabas la pared. Como si ese gesto absurdo completara el circuito.
Nadie dijo nada, claro. Pero todos lo hicimos. Y eso me hizo pensar.
Porque en un momento en el que habría sido más fácil fijarse en lo distintos que éramos —los idiomas, los acentos, estilos de vestir super variados, los que paseaban en pareja, los que iban solos, niños, jubilados, y muchos guiris con sandalias—, había algo profundamente tranquilizador en observar cómo, al quitarle un poco de ruido al sistema, seguimos siendo bastante parecidos. No iguales. Pero reconocibles. Conectados por esa especie de instinto silencioso que aparece cuando nadie está intentando demostrar nada.
Lo raro es que ya casi nunca pasa. Vivimos en un contexto que nos empuja constantemente a diferenciarnos. A definirnos en contra de algo o de alguien. A tomar posición. A dejar claro, de forma pública y continua, con qué grupo nos alineamos y a cuál despreciamos.
En política, en redes, en cultura, todo es identitario. Ya no basta con tener una opinión: ahora tu ropa, tu dieta, tus referentes, tus palabras, tu forma de ligar y hasta tu café dicen algo sobre tu visión del mundo. Y no hay espacio para el matiz. O estás con unos o estás con otros.
Por eso algo tan simple como caminar por la playa sin estar defendiendo nada ni contradiciendo a nadie resulta, de pronto, casi raro. Raro y valioso.
Un domingo cualquiera, en una playa cualquiera, decenas de personas que no tienen nada que ver entre sí deciden recorrer el mismo tramo de arena y tocar la misma pared. Y no lo hacen por nostalgia, ni por tradición, ni por postureo. Lo hacen porque sí. Porque el sol está bien. Porque caminar gusta. Porque tocar la pared, aunque no sepamos muy bien por qué, tiene sentido.
Y en eso —en esa coincidencia involuntaria, no programada, no ideológica— hay más humanidad compartida que en muchos discursos sobre convivencia.
Cuando nos quitamos las capas —las etiquetas, las posturas, los hashtags, las caretas—, lo que queda suele ser bastante sencillo y profundamente compartido: ganas de estar tranquilos, de estar bien acompañados, de que el mundo no sea tan ruidoso. Un paseo. Un poco de sol. Y, si puede ser, una pared al final.
No es un símbolo de nada, pero a mí me parece una metáfora clara de lo que podría ser la convivencia en sociedad si lo permitiésemos, si eliminásemos esa necesidad constante de diferenciarnos para existir. No hace falta estar de acuerdo en todo. Ni parecerse en todo. Ni votar igual. A veces basta con andar en la misma dirección y saber, sin que nadie lo diga, cuándo es momento de girar.
Y tocar la pared, claro. Porque si no, no cuenta.