Opinión

El ruido insoportable

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A estas alturas, cualquiera que haya seguido mínimamente la información sabe que la investigación continúa bajo secreto de sumario y que no se puede —ni se debe— especular sobre lo ocurrido. Lo que sí sabemos es que la comunidad educativa, amistades y vecinos hablaron de acoso escolar, de un sufrimiento previo que no es ajeno a nuestra época. Parece suficiente para abrir un debate que ya no admite aplazamientos.

Las dos niñas de Jaén son dos víctimas más en una cadena que lleva años alarmando a pediatras, profesores, psicólogos y familias, que se cobró otra víctima en Jaén el pasado día 10, otra más, muy sonada, en Sevilla, el 14 de octubre. El suicidio juvenil es la segunda causa de muerte entre adolescentes en España, y el acoso —en su versión presencial o digital— actúa como un corrosivo que pasa inadvertido hasta que se lo ha comido todo.

Quien ha acompañado a un adolescente vulnerable lo sabe: no hay tragedia que suceda de pronto, no hay caída que no conlleve detrás meses —o años— de mensajes hirientes, aislamiento, humillaciones sutiles, etiquetas que se clavan como una aguja en la piel hasta que ya no se sienten y forman parte del cuerpo torturado y la mente destrozada. No siempre es la causa única, pero sí un factor de riesgo que amplifica el malestar, la desesperanza y la sensación de estar acorralado.

Las imágenes del luto en Jaén no se diferenciarán tampoco de otras similares: velas, flores, compañeros de instituto sin saber qué decir, o que dicen estrictamente lo que deben, madres que acuden a recoger a sus hijos con un gesto tenso, con una pregunta que nadie enuncia en voz alta: ¿y si nos pasa a nosotros? Obviamente, el eco de las tragedias juveniles resuena durante más tiempo y en espacios más amplios porque cortan de raíz una vida que apenas había empezado con el ensayo de su gran obra; pero también porque obligan a mirar de frente un sistema que no responde a tiempo a las señales de alarma.

El discurso tranquilizador para centros educativos y familias en que el bullying es “algo que pasa en todos los colegios”, “una fase” o, el más humillante, “cosa de crío”, ha pasado a ser un lujo que no podemos permitirnos. Quizás los adultos soporten sin demasiado problema lo que para un menor es el proceso de erosión diaria que destruye la autoestima, la salud mental y el sentido de pertenencia. Cuando no se pertenece a ningún sitio la vida no posee ningún valor..

Este caso llega en un momento especialmente tenso para la salud mental juvenil. Las unidades de psiquiatría infantil están desbordadas, los tiempos de espera para una primera consulta pública superan, en algunas comunidades, los dos o tres meses.

No es casual que muchos adolescentes describan el instituto como un “ruido constante”: expectativas, comparaciones, burlas, presiones estéticas, notas que suben o bajan. Se encaja o no. Muchos adultos recuerdan esa intensidad con una nostalgia mal calibrada: “todos hemos pasado por ahí”, dicen. Pero no: no todos hemos pasado por ahí. No todos poseíamos la misma sensibilidad a la opinión ajena, ni nos doblegábamos bajo la misma presión. No todos crecimos con la posibilidad de que un error se vuelva viral, con la exposición permanente que no deja margen para un fallo o para reinventarse. Las generaciones actuales viven en una vitrina, y las vitrinas se quiebran.

El acoso escolar ha pasado a ser un síntoma estructural que señala fallas en la convivencia, en la gestión emocional, en la cultura de cuidados, y también en la manera en que los adultos —docentes, familias, instituciones— acompañamos a los críos. Nos centramos tanto en detectar al agresor o a la víctima que olvidamos centrarnos en lo esencial: la creación de entornos seguros donde las personas quieran quedarse, donde puedan pedir ayuda sin vergüenza, donde los docentes y profesionales dispongan de medios reales y tiempo real para la intervención, donde las familias no tengan que esperar a que ocurra lo irreparable.

La muerte de dos niñas en Jaén no puede convertirse otra vez en un hecho aislado que lamentamos unos días y después olvidamos. No lo merecen ellas, ni las víctimas anteriores, ni las que están ahora mismo en riesgo. La respuesta no vendrá de los imprescindibles protocolos sino de una radical cultura de protección: eso pasa porque los docentes tengan nociones de salud mental básica, por el refuerzo de equipos psicopedagógicos, por enseñar a los menores a que identifiquen el daño que hacen las dinámicas de grupo. Y la escuela no solventará lo que la familia no ofrezca. Los menores vulnerables necesitan espacios de acompañamiento que no los dejen solos.

Al duelo de la ciudad de Jaén está hoy en duelo nos unimos muchas otras familias que revivimos temores propios. No sabemos qué pasaba en la vida de esas dos niñas, ni tenemos derecho a rellenar los huecos que deja el silencio judicial, pero sí sabemos con certeza que ninguna muerte de un menor debería parecernos inevitable. Si dos adolescentes deciden que no pueden más, algo ha fallado antes. Si el acoso aparece con tanta frecuencia en el entorno de víctimas de suicidio, algo falla ahora. Algo falla desde siempre.

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