Opinión

“Es benigno” o cómo ser un hipocondríaco del cine

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Yo te lo explico.

Ser hipocondríaco es ir al médico hoy para descartar que te vayas a morir mañana. Ni un día más. La arena en el reloj necesaria para seguir vivo 24 horas. Un salvoconducto temporal como con los que traficaba el gran Peter Lorre en Casablanca.

Ser hipocondríaco es enfrentarte, a cada instante, a tus miedos y enfermedades ¿inventadas? y fracasar. Fracasa más. Fracasa mejor. Esto lo dijo en una TED Talk un consultor que claramente se creía inmortal. (Nota: Según las OMS, la esperanza de vida de un consultor está por debajo de la de un periodista. Y lo que es peor: de la de un médico).

Ser hipocondríaco es asumir el salario del miedo de ciertos ataques de ansiedad preventivos que, como ejemplo, te hacen salir en estampida de un agradable almuerzo en un pintoresco pueblo, sudando, descamisado y con evidentes síntomas de infarto, para acabar sentado en la silla de una vecina que estaba en el zaguán de su casa tomando el fresco tranquilamente.

Ser hipocondríaco es que tu aforismo favorito sea “es benigno”. Gracias Woody.

Ser hipocondríaco es, ya lo escribió Molière en boca del desdichado Argán, protagonista de El enfermo imaginario: “Estando enfermo como estoy, me convienen unos parientes médicos, a fin de gozar de buen socorro mis dolencias”. Un buen hipocondríaco viviría en el ático de un hospital.

Ser hipocondríaco también es, a veces, una moda superficial, infantilizante y peligrosa. Pero que mola como enfermedad light-cool. Algo así como decir que tienes TDAH para justificar todos tus absurdos comportamientos.

Y ser hipocondríaco es, al fin y al cabo, estar convencido, con certeza descartiana, de tu propia enfermedad, al igual que Argán.

Pero yo creo más bien que ser hipocondríaco es, en el fondo, todo lo contrario: sentirse inmortal, como el consultor. Todos ellos se creen, en su fuero interno, Connor MacLeod en esa fábula de la hipocondría que es Los inmortales. Constantemente chequeando su no obsolescencia programada, a fin de reafirmar, cada día, su carácter divino y único, igual que los pobres replicantes de Blade Runner, criaturas huérfanas, con las que yo, a saber por qué, siempre he empatizado más que con los humanos.

Ser hipocondríaco del cine es algo diferente. Parecido, pero con un pequeño matiz: la angustia no te la provocas tú mismo, sino otros a los que, inexplicablemente, buscas. Y, claro, los acabas encontrando en la sala oscura.

Ser hipocondríaco del cine es ir a ver una peli de un cineasta, artista todopoderoso y saber de antemano que te va a sentar mal. Y que vas a sufrir. Eso sí que es un “movimiento moral” y no el de Godard.

Ser hipocondríaco del cine es intentar disfrutar de una de Perico cargado de painkillers (o sea, con actitud asertiva, el perdón cristiano por bandera, ingenuo, falsamente virginal, ante los envites del creador). Y a las primeras de cambio, ¡zasca!: diálogos insufribles, sonrojantes, e inanidad general. Puro artificio en dos tazas. Estudio de Interiorismo Almodóvar. Y ahí, bien pronto, empiezan los sudores, los retorneamientos en la butaca, el malestar general, mirar al de lado para comprobar si, efectivamente, está igual de picueto que tú.

Ser hipocondríaco del cine es ir a ver la última de Chisto-pher, de la que él mismo ha dicho que trata sobre “el acontecimiento más importante de la historia de la humanidad”, sin ponerse rojo, y sucumbir sepultado por tres horas de anticine verboso, subrayado hasta la náusea, empeñado en dar respuestas a preguntas que nadie le ha hecho y, peor aún, que a nadie importan. ¿Es que ninguno en un equipo de cien millones de dólares puede decirle: “Nolan. Stop!”? ¿Es que no está casado? Perdón, que su mujer es su productora. En sentido literal, vaya. Ahí lo entiendo: coste por minuto. Un clásico del productor.

Y ser hipocondríaco del cine es que las masas amorfas te arrastren a ver las últimas de Lánthimos (con Langosta nadie dijo nada, mira tú por dónde), con la excusita de que su cine rompe moldes y que es, no solo arriesgado, sino directamente un escupitajo a la moral y a los usos imperantes. Y vas y te encuentras con todo lo contrario: una historia absolutamente reaccionaria, con una niñata de torta a la antigua, que se va de gira con la pasta de papá para volver a tiempo a su perfecto jardín, a la mucama, a los dry martinis y a las mascotas. O lo que sea eso.

Paro ya porque, como diría una princesa de infausto final, a veces “tres son multitud” y, sobre todo, porque se me está acabando el trankimazin.

Pues eso es ser un hipocondríaco del cine. Jugar al metalenguaje, dialogar con tus enfermedades cinematográficas, tratar de enfrentarte a ellas y en última instancia, perder. Y volver a intentarlo en la próxima, es decir, con The Oddisey, de Nolan (otra vez en modo perfil bajo, adaptando/contestando a Homero), Bugonia, de Lánthimos (otra vez con Emma Stone) y, dicen por ahí, la adaptación de la novela de Ottessa Moshfegh Mi año de descanso y relajación, de Almodóvar. No es coña. Todo para, por supuesto, tener la esperanza de no perder otra vez.

Por qué conozco tan bien la hipocondría, te preguntarás. Contestaré a la manera de un cura de mi colegio: tengo un amigo al que le pasó lo mismo.

(…)

Siento un hormigueo por todo el cuerpo y sudo como un pollo…las pulsaciones se me disparan…estoy mareado y veo borroso…–¡ay que me está dando un infarto o un ictus! ¡Socorro! ¡Pedid una ambulancia! ¡Llevadme ahora mismo al hospital!

Tranquilo, Ignacio. No pasa nada: tan solo están poniendo La piel que habito en Versión Española.

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