Tengo pendiente la serie So Long, Marianne –no me olvido, querida Noemi Guillermo–, sobre el periplo de san Leonard Cohen y su musa sesentera, Marianne Ihlen, por la isla egea de Hidra. El canadiense le brindó a la noruega su himno So Long, Marianne, algunos poemas y, en noviembre de 2016, cuando Ihlen murió, una brevísima despedida epistolar conmovedora: “Bueno, Marianne, ha llegado el momento en el que somos tan viejos y nuestros cuerpos se están desmoronando, que creo que te seguiré muy pronto. Estoy tan cerca de ti que, si extiendes tu mano, podrás alcanzar la mía. Sabes que siempre te he querido por tu belleza y por tu sabiduría, pero ahora sólo quiero desearte un buen viaje. Adiós, vieja amiga. Mi amor infinito, nos vemos al final del camino. Leonard”.
Marianne ha trascendido, al menos, en la feligresía coheniana, como La Gran Novia del bardo; como la mujer (más) clave, la que le completó, sin la que no se le podría entender. Al mismo tiempo, una capa de bruma densa envuelve a otra Calíope, la fotógrafa Suzanne Elrod, con quien el genio estuvo saliendo diez años –tres más que con Marianne– y tuvo dos hijos, Adam y Lorca. Con quien no se llegó a casar, según Elrod, por el “miedo” y la “cobardía” del cantautor. Y a quien, en 1979, le dedicó, y no exagero, una de las canciones más hermosas del mundo.
Me refiero a “The Gypsy’s Wife”, incluida en el álbum Recent Songs (1979). Un quejido sangriento, pero sosegado y elegantísimo, sobre la infidelidad. Tardó tres meses en componerla, mientras su simulacro de matrimonio se transformaba en Alepo. Un verso lamenta esa falta de concreción, ese compromiso de gas: “Un fantasma se sube a la mesa con un negligé –un camisón– de novia”. Cohen se inspira en un puñado de canciones populares en las que una chica bien abandona al novio y se da el piro con calés. “¿Dónde está mi esposa gitana esta noche”, salmodia el Príncipe de Asturias de las Letras 2011, “he oído todos los informes salvajes, no pueden ser correctos”. Presentándola en un concierto en Tel Aviv, el 24 de noviembre de 1980, el artista prescindió de indirectas: “Esta es una canción que escribí para mi mujer después de que se marchara”.
¿Conocen esa sensación de que una canción se mete en la cabeza, la okupa y no sale ni con un batallón de antidisturbios? Los alemanes lo llaman “ohrwurm”, “gusano de oído”. “The Gypsy’s Wife” es mi ohrwurm de estos días. Sólo por motivos estéticos, no se me alarmen: que regrese a su cuartel la infantería de psicoanalistas aficionados. He vuelto a escuchar el fabuloso directo Live in London de Cohen, me he reencontrado con la rola y, simplemente, he sido víctima de su dulce secuestro. Qué melodía tan pura, tan en carne viva, tan hipnótica. Y qué letra tan sublime, con ese guiño translúcido a la cabeza que mandó cortar Salomé y ese verso impecable, de enamorado derrotado, “Mi cuerpo es la luz, mi cuerpo es el camino”, que reconoce encarnadas en Suzanne aquellas palabras del artesano de Nazaret sobre “la luz del mundo” y “el camino, la verdad y la vida”. “Demasiado temprano para el arcoíris, demasiado temprano para la paloma”, constata, terrible, casi al final, “estos son los últimos días, esta es la oscuridad, este es el diluvio”. Qué arca de Noé tan maravillosa y confortable nos dejó en su cancionero.