He visto, por vez primera en 2025, una cucaracha en mi casa. Una cucaracha vigoréxica, con vocación de culturista, como cebada con esteroides, de la especie roja, también llamada americana (Periplaneta americana). Es la más grande de las que viven en Madrid –las otras son la alemana (Blattella germanica) y la negra (Blatta orientalis)–, su tamaño ronda los cuatro centímetros –cinco en Canarias, y no es ningún chiste– y, mal que bien, vuela.
Lo comprobé el pasado jueves. Me desvelé a eso de las cinco y pico de la madrugada, me entraron ganas de mear –para qué andarme con rodeos, a ver–, me planté en el baño, encendí la luz y, catapún: sobre el borde de la bañera reposaba el asqueroso blatodeo que, tras el fogonazo lumínico, emprendió un vuelo bajo y torpe, pero también ofensivamente desafiante, a escasos centímetros de mi cintura, rumbo al pasillo.
Me gustaría escribir, como hiciera la brillantísima Clarice Lispector en La pasión según G. H. (Siruela, 2016), que el encuentro con el bicho se tradujo en una regresión biográfica –“Lo que yo veía era la vida mirándome”–, pero no: sólo me asaltó un instinto atávico, agarré como un condenado el frasco de Cucal y, como Sarah Santaolalla ante un cura, ciego de furia, salí tras la puta cucaracha y le di una ducha letal de D-tetramethrin, Cifenotrin y Piriproxifen. No la pisé porque me acordé del mito –¿mito?– ese de que si aplastas una cucaracha con una zapatilla, el insecto te deja como regalito una ooteca, o sea, una cápsula repleta de huevos, y como que matar una cucaracha para que la difunta te deje quince criaturitas –eso, si es americana; si es alemana, cada ooteca contiene unos 30-40 huevos–, no me parece un buen negocio.
La cucaracha convulsionó, movió sus seis patitas desesperadamente, agonizó boca arriba. Agarré cepillo y cogedor, la barrí y le di profana sepultura en una bolsa de basura recién estrenada. “Ahí se pudra semejante engendro”, pensé, sin piedad. Y me pregunté qué pensarán los animalistas de las cucarachas; si, cuando se las encuentran, en lugar de darles matarile, les ponen pisito y coche. Puesto a afinar, me pregunto ahora qué pensarán de la cucaracha americana en concreto, “especie invasora más resistente a los productos biocidas disponibles actualmente en el mercado” (Paracuellos declara la guerra a la cucaracha americana, 3 de julio de 2024, La Razón).
Bicheo –perdón– sobre las cucarachas. Evolutivamente, son unos seres extraordinarios: apenas han cambiado desde que emergieran en el Carbonífero hace 320 millones de años, cuando todavía faltaban unos 80-90 millones de años para que el primer dinosaurio caminara sobre la faz de la Tierra. Habitan en todos los continentes, salvo en la Antártida, y hay más de 4.600 especies por todo el globo. Son clandestinas, incluso, nominalmente: la cucaracha americana, en realidad, es originaria del África tropical; la alemana, que es la de toda la vida, de India y Myanmar. Le pregunto a Chat GPT: “¿Cuántas cucarachas puede haber en una ciudad como Madrid?”. Respuesta: “Entre tres y 30 millones de cucarachas”. Calderilla en comparación con las que alberga la mayor granja de cucarachas del mundo, sita en Jinan (Shandong, China): mil millones. Imagínense la que podrían liar de escaparse. La vida se abre camino.
En la novela de Ian McEwan La cucaracha (Anagrama, 2020), un estupendo reverso satírico de La metamorfosis de Kafka, un bicho descubre al despertarse que se ha convertido en el primer ministro del Reino Unido. Igual el escritor británico no hacía ficción: uno ve cada cosa en el Congreso de los Diputados…