Quizá algunos de ustedes hayan estado el pasado fin de semana en la Feria del Libro de Madrid, o vayan a hacerlo el próximo. Mientras nos ven a los escritores en ese escaparate un poco patético de los stands, pensarán probablemente que lo nuestro es algo muy glamuroso. Y quizá crean que ganamos fortunas, porque eso es lo que todo tiende a hacer creer. Pero es mentira.
Una perversa convención exige que los escritores no hablemos nunca de dinero. Se supone que no escribimos por razones materiales, sino por vocación y anhelo inexpresable y, en cuanto empezamos a publicar, se nos hace saber que probablemente no podremos vivir de nuestros libros y nos pasaremos la vida trabajando en lo que sea y escribiendo en los ratos libres, o haciendo al menos compatible la literatura con otras mil cosas. Ansiosos y frágiles, lo asumimos, por supuesto, y así comenzamos a hacerle el juego a la industria del libro, que, como la mayor parte de los negocios, vive de explotar a alguien. En su caso, a la base misma del sistema, los autores, aunque a ustedes les resulte difícil creerlo. Lo más triste es que cada vez lo hace de una manera más abusiva y descarnada.
Hace unas semanas, Rosa Montero denunciaba en un artículo las humillaciones que las editoriales les hacen sufrir en este momento a los escritores. Hoy uno mi voz a la suya y les explico a ustedes los números de los que nadie habla nunca, para que todo empiece a estar un poco más claro: la gente suele sentirse conmocionada con este dato, pero lo cierto es que el autor gana, con suerte, el 10% del precio de cada uno de los ejemplares que vende. Digo con suerte porque, si la edición es de bolsillo, ese porcentaje desciende a un 8% e incluso a un 5%. Es decir, si usted compra un libro que vale 20 €, pongamos por caso, para el escritor solo irán como mucho dos. El resto se lo reparten la editorial, el distribuidor y la librería.
¿Se imaginan cuántos libros hay que vender para que puedas dedicar tu tiempo y tu energía a escribir sin morirte de hambre? Pero la cosa se complica aún más, porque no hay manera de saber cuáles son realmente las cifras de venta. Una vez al año, las editoriales nos mandan la liquidación de los libros que vendimos el año anterior. O que dicen que vendimos. Puede que sea verdad o puede que no. Normalmente, como por casualidad, nunca hemos vendido lo bastante para compensar el anticipo que nos han hecho, lo cual nos hace pensar que sus cifras no son ciertas: si les debiéramos realmente a las editoriales lo que dicen, tendrían que cerrar todas.
El anticipo, por explicarlo mejor, es la cantidad que nos pagan antes de publicar. A veces, en el caso de escritores ya conocidos, nos dan la mitad antes de escribir el libro y la otra mitad después. Hace años, las editoriales corrían a menudo verdaderos riesgos con sus anticipos. Te entregaban un dinero que te permitía efectivamente enfrentarte a la escritura de tu libro durante los meses que necesitaras. Si luego el título no se vendía bien, eran ellos los que perdían. Pero eso se terminó hace tiempo. Ahora los anticipos son muy pequeños o, simplemente, no existen. Cuando existen, esa cantidad nos la descuentan año tras año en las liquidaciones y, como ya he dicho, resulta que casi siempre estamos en deuda. Paradójicamente, mientras el resto de actores de la industria no dejan de llenarse la boca hablando de lo bien que va el sector del libro en España, a los escritores nos liquidan cada vez menos. Por lo que parece, nuestras ventas disminuyen incesantemente, hasta llegar casi a la ridiculez, así que, a día de hoy, es un misterio irresoluble saber cómo logra sobrevivir la industria.
Nada de esto es inocente, por supuesto: como ya he dicho en otro artículo, estoy segura de que el sector está preparando el terreno para que nos sustituya la Inteligencia Artificial. Entretanto, compruebo que las únicas que vamos alzando la voz, negándonos a seguir callando ante un sistema tan injusto, somos las mujeres. Mientras la mayoría de los escritores han sido hombres, parecen haber tragado con todo. Quizá porque, en su caso, el sobreesfuerzo, aunque haya sido grande, ha sido en general menor que el nuestro: los escritores, fuesen grandes o mediocres, casi siempre han tenido a su lado a una mujer que se ha ocupado de todo para que ellos pudiesen entregar todo el tiempo disponible a su vocación. Nosotras en cambio nos hemos visto obligadas a escribir entre pucheros, pañales y responsabilidades diversas, agotándonos en el esfuerzo por hacerlo todo compatible. ¿Cómo no vamos a chillar, a darnos la mano las unas a las otras y decir que esto no puede seguir así?
No le auguro un gran futuro a la literatura, al menos no a corto plazo. Pero les ruego que, cuando vayan a la Feria del Libro y le pidan su firma a un escritor o escritora, recuerden que, además de formar parte de una especie seguramente en extinción, con toda probabilidad es una persona exhausta y que lleva una vida enormemente precaria, aunque no lo parezca. Cuídenle, porque lo necesitará.