Cuenta Platón en su diálogo Fedro que el dios egipcio Theuth le regaló al faraón Thamus una larga serie de invenciones que mejorarían la vida de sus súbditos. Entre otras, la escritura, esa asombrosa innovación de la especie humana que nació hará unos seis mil años precisamente en Egipto, a la vez que en Mesopotamia y en China. El dios estaba convencido de que ese ingenio haría a los egipcios más sabios y memoriosos, pero el rey le objetó que, por el contrario, la escritura sería nociva para la memoria, pues haría que las gentes recordasen las cosas “desde fuera”, y no “desde dentro”, y no les proporcionaría “sabiduría”, sino tan solo “apariencia de sabiduría”. Más de dos mil años después, ese texto nos hace reír al pensar que alguien pudiese poner en duda el valor de uno de los logros esenciales de la especie humana.
Pero probablemente esa sea la primera descripción de lo que ahora llamamos tecnofobia: el miedo a los avances tecnológicos, a los descubrimientos y novedades que han ido marcando nuestro camino, desde la antiquísima domesticación del fuego hasta la moderna inteligencia artificial. Cuando me pillo a mí misma asustada ante algo nuevo, suelo hacer el esfuerzo de recordar ese viejo mito y decirme que siempre nos ha pasado lo mismo y que, al final, la inmensa mayoría de los avances han sumado cosas buenas a nuestras vidas en lugar de restárselas. Y, además, sumando o restando, han sido inevitables. Intento, por lo tanto, no caer en esa trampa tan humana cuando pienso precisamente en la inteligencia artificial, pero tampoco deseo aplaudir compulsivamente cada nuevo artilugio sin pararme a reflexionar.
Así que, para empezar, no puedo evitar pensar en lo inadecuado del nombre: ¿se debe llamar “inteligencia” a una suma de datos que no posee consciencia ni emotividad y que no tiene en cuenta las circunstancias del momento? Creo que no, pero también estoy convencida de que la utilización de ese término no es inocua. Alguien intenta convencernos de que la IA puede reemplazarnos en todo aquello que requiera de grandes esfuerzos intelectuales y, según parece, nos lo estamos creyendo. Quizá porque termine siendo verdad.
No, no me pondré tecnofóbica: estoy segura de que la IA ofrece grandes posibilidades. Ocurre ya en la ciencia y la medicina, o en cualquier proceso en el que haya que analizar millones de datos, porque es capaz de hacerlo en periodos de tiempo brevísimos. Ahora bien, hay demasiadas cosas de la inteligencia artificial que resultan sospechosas, además de su propio nombre. Sospechoso es que no sepamos de una manera clara de dónde proceden los datos con los que se está alimentando. Y más aún que nos los estén ofreciendo de manera gratuita: a estas alturas del capitalismo, es obvio que detrás de lo gratis siempre hay intereses ocultos. Los de ese sector tecnológico son sin duda gigantescos y, por lo que estamos viendo, se ligan además a tendencias ideológicas —pienso en Trump o en el régimen chino— que no parecen precisamente muy defensoras de la democracia.
Hay, por otra parte, un amplio espectro de actividades en el que la IA amenaza con resultar catastrófica, y es precisamente el mundo en el que yo vivo, el de la creatividad, los libros, el cine, la música o el arte. La reflexión más común entre quienes nos dedicamos a todo esto es que la IA jamás podrá sustituirnos porque carece de emotividad y, en realidad, de capacidad creativa. “Sus” novelas, ilustraciones, guiones o composiciones musicales podrán ser perfectas desde el punto de vista formal —después de habernos robado nuestro trabajo a todos los creadores vivos y muertos, por cierto—, pero serán “robóticas”: les faltará ese algo indefinible que solemos llamar “alma humana”.
Yo me temo, sin embargo, que esa no deja de ser una esperanza vana. Probablemente los exquisitos calígrafos e iluminadores que durante siglos se encargaron de producir los libros manuscritos pensaron lo mismo ante la aparición de la imprenta: ¿quién va a preferir un libro fabricado por una máquina, con sus letras impecables, pero frías, a uno hecho con delicadeza por la mano vibrante del escribano y el talento artístico de la ilustradora?
Los libros manuscritos sobrevivieron algunas décadas a la aparición de la imprenta como objetos de lujo. Y luego desaparecieron para siempre: la gente terminó prefiriendo la perfección robótica del artilugio al alma humana de los artesanos. Pero, sobre todo, lo que se impuso fue la economía: imprimir un libro era infinitamente más barato que componerlo a mano. ¡Ay, la economía, el beneficio contante y sonante, el dinero que caerá como siempre en el bolsillo del más listo! Ante eso, me temo, no hay alma humana que valga. Auguro que lo veremos. Escritoras, ilustradores, traductores, guionistas, compositoras de canciones, nos aviso a todos: somos ya una especie en riesgo de extinción. Y lo más triste es que nadie se acordará de nosotros cuando las respectivas industrias nos tiren a la basura. Es más, seguramente dentro de algún tiempo alguien se reirá al recordar nuestros temores actuales, igual que ahora nos reímos de las reflexiones del faraón platónico. Más vale que empecemos a asumirlo.