Opinión

No es solo un móvil: es una cuestión de salud pública

El peligro de los móviles según un experto en crianza digital
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En Australia han decidido algo que en otros países no se ha hecho: prohibir el acceso de los menores de 16 años a las redes sociales. Ni TikTok, ni Instagram, ni X, ni YouTube, que al principio se había librado, quedarán al alcance de quienes aún no tienen edad para conducir, votar o trabajar. El gobierno de Anthony Albanese ha dicho basta. Y no se trata de un basta simbólico: hay sanciones para las empresas que no cumplan. Es un paso fuerte, pero también un reconocimiento de algo que muchas familias saben: que dejar esta decisión al criterio de cada casa es condenar a los más prudentes a perder por la presión del entorno.

Porque no es lo mismo decirle a tu hijo “no puedes tener redes” cuando todos sus amigos están conectados a todas horas que cuando nadie de su clase tiene acceso. El problema no es solo la tentación personal, sino la estructura social que se ha creado alrededor de la conexión constante. Si eres el único sin móvil, no solo te pierdes vídeos; te quedas fuera de conversaciones, de planes, de la forma en la que ahora se construye la vida social adolescente. Y eso, para un chaval de 13 años, puede pesar más que un castigo.

En España, el debate existe pero no hemos llegado tan lejos. El Gobierno ha presentado un anteproyecto de ley que elevará de 14 a 16 años la edad mínima para tener redes sociales, obligando a las plataformas a verificar la edad y activando por defecto controles parentales en móviles y tabletas. También se plantea prohibir que los menores accedan a pornografía y a juegos con mecánicas de recompensa aleatoria. Además, España, Francia y Grecia han propuesto a la Unión Europea una edad mínima común y sistemas de verificación. Comunidades como Madrid, Galicia o Castilla-La Mancha han prohibido los móviles en las aulas, y en Cataluña más de la mitad de los institutos ya han limitado su uso. Pero sin una regulación nacional en vigor, las medidas se diluyen fuera de los centros escolares.

Australia ha entendido que este es un problema de salud pública, no de “libertad de elección” familiar. El acceso a las redes sociales no es neutro. Hay un vínculo entre su uso temprano y el aumento de problemas de salud mental, desde la ansiedad hasta la depresión. Los algoritmos no distinguen edades y, si un adulto puede perder horas en un desplazamiento infinito, un niño es más vulnerable. Detrás de la pantalla hay empresas con intereses claros, y la “autorregulación” no ha dado resultados.

También hay voces que advierten de los riesgos de un veto total: jóvenes que encuentran en las redes un espacio de apoyo cuando su entorno físico se les vuelve hostil, sobre todo en zonas rurales o comunidades marginadas. El dilema es real. Por eso, la medida australiana, aunque dura, debe ir acompañada de alternativas de conexión, ocio y apoyo fuera del teléfono.

En España podríamos aprender de esto. La presión social es tan grande que pedir a cada familia que luche sola contra ella es injusto. Se parece a dejar que cada uno invente su propio semáforo para cruzar: unos lo ponen en rojo y otros en verde, pero el tráfico pasa igual. Una política nacional clara, como la que ya se propone, no resolverá todo, pero igualará el terreno. Haría que no hubiera niños “raros” por no tener móvil, porque sería la norma.

Mientras tanto, seguimos en el “ya veremos” y en la esperanza de que la autorregulación funcione, cuando la experiencia dice lo contrario. Australia ha saltado. Nosotros seguimos mirando el agua, calculando la temperatura, esperando un momento perfecto que quizá nunca llegue.