Los gobiernos del mundo, al menos los del orbe occidental que habitamos, siguen imparables en su desenfrenada política por crecer el gasto público sin límites ni control. Además, estamos abocados a un tiempo en el que gurús persiguiendo la verdad, líderes mundiales sin rebaño, gobernantes de toda condición y calaña, intelectuales apocalípticos y distópicos, visionarios del futuro sin presente, analistas sesudos de la geopolítica mundial, innovadores que no innovan, estrategas militares de papel, tecnócratas aburridos, empresarios encerrados en su cuenta de resultados… apuntan necesidades de todo tipo para no perder el rumbo del progreso digital y de la IA generativa.
Por un lado, hay que modernizar caminos, canales y puertos para que no se nos caigan a cachos. Por otro, hay que construir centros de datos sin parar. Jamás pensé que hubiera tantos datos en el mundo huérfanos de centros de acogida. Pero también es necesario, imprescindible para no perder el tren de la historia moderna, invertir en semiconductores, digitalización e inteligencia artificial. Y no digamos en energía. Renovables sin parar acariciadas de viento y sol, pero también el ciclo combinado y la nuclear. Sin energía no vamos a ningún lado. La minería necesita otra fuerte atención a esas tierras raras, el litio, el cobalto y cualquier materia que nos permita fabricar componentes para productos tecnológicos. Y eso por no hablar de los gastos de Defensa ante la amenaza que unos ejercen sobre otros. La escalada del gasto militar es lo único que garantiza la disuasión para que ningún loco apriete un botón a 10.000 kilómetros de distancia y te vuele la cabeza mientras paseas al perro. Por supuesto, el gasto social tiene que seguir manteniéndose sin ningún género de duda. Sanidad universal, educación gratuita, vivienda social, pensiones generosas, un escudo social que nos proteja desde la cuna hasta la tumba. En eso todos somos más socialdemócratas que Olof Palme.
Hubo una época, eso sí, anticuada y algo tediosa, en la que aparecía esa dicotomía entre los cañones y la mantequilla. Una falacia para los tiempos modernos que vivimos, en los que todo se puede con tal de ganar un voto. Nuestro presidente progresista, al menos para España, lo ha resuelto con su habitual clarividencia y coraje político. Tendremos para cañones y para mantequilla. Yo lo dudo porque me gusta el deporte de dudar. Si seguimos en la OTAN, Dios lo quiera, habrá que aumentar el gasto en los próximos 8 o 10 años hasta un 3,5%. Y, posiblemente, si las cosas se ponen tiesas, hasta un 5%. Y eso es un chorro de dinero haya o no haya Presupuestos, se pase el plan por el Congreso o se apruebe en los alfombrados despacho de los asesores de Moncloa.
Y el problema es que ya no hay dinero para financiar tanta necesidad. La montaña de deuda pública es monumental. China cada vez financia menos fuera y se vuelca en sus mercados interiores. Y los baby boomers, que tanto ahorraron durante décadas, están de retirada.
Vamos a ver algunos números que siempre explican. Según datos del Fondo Monetario Internacional (FMI), el gasto público mundial superó en el 2023 los 33 billones de dólares, lo que representa alrededor del 35% del Producto Interior Bruto (PIB). La Unión Europea destina un 47%, frente al 35% de Estados Unidos, el 30% de China o América Latina y el 20% de África. Los países nórdicos se llevan la palma al superar el 50%. Sanidad, educación, protección social, infraestructuras y seguridad y defensa son el destino de este gasto. La evolución en los últimos veinte años ha sido sostenida. Antes de la crisis financiera se movía alrededor de los 15 billones de dólares. La recesión obligó a los gobiernos a aplicar unos fuertes planes de estímulo, con rescates bancarios y ayudas al desempleo, que lo elevaron hasta los 20 billones. La recuperación económica permitió inversiones en tecnología y cambio climático, que situaron el gasto mundial en un entorno de los 25 billones. La pandemia y su post provocaron un aumento del gasto público sin precedentes en forma de vacunas y programas de emergencia hasta alcanzar los 35 billones de dólares. El gasto ha crecido más que el PIB.
La evolución en España habla por sí sola. En 2005 se gastaron 280.000 millones, un 30%, frente a los casi 700.000 de 2024, un 45%. Las crisis diversas explican estos aumentos, que se han afrontado con esa vieja receta de más impuestos y más deuda.
Si analizamos la deuda pública mundial nos llevamos las manos a la cabeza. El FMI anticipa una cifra de 100 billones de dólares para 2024. Lo que equivale al 93% del PIB, con una previsión de acercarse al 100% en el 2030. Estados Unidos, si Trump no lo remedia, bate todos los récords con 33 billones. La media de la zona euro es de cerca del 90%, con países desbocados como Grecia (153%), Italia (35%), Francia (113%) y la vieja España (102%). Nuestra deuda es de 1.622 millones de euros, o sea, 33.000 euros por español. Pienso en mis nietecitos. El Gobierno, siempre optimista en su relato, se compromete a reducirla al 90% en 2031.
Para este año se espera que los gobiernos emitirán deuda soberana por un importe de 12,3 billones de dólares, según S&P Global Ratings. Unas recientes cifras de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE) arrojan más luz a esta tendencia. Señala que el coste de esta deuda en forma de carga financiera se elevará hasta el 3,3%, lo que representa su máximo histórico.
Las cifras son mareantes, pero las tendencias son más preocupantes. Queremos dejar a nuestros hijos y nietos un mundo limpio y de verde energía, pero hundido en una montaña de deuda. Paradojas de los tiempos modernos.