Opinión

Moriré aunque no quieras

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Hoy, Francesc se ha despedido de mí. “Con ley o sin ella, yo me voy”. Por irse se refiere a morir, a suicidarse. A garantizarse la muerte digna que hace un año le concedió la Ley de Eutanasia, por vía administrativa, pero que la justicia ahora le mantiene paralizada sine die, por lo contencioso. “Sabes que los juzgados cierran en agosto… Pues esa es mi fecha límite”, me aclara. Está harto.

Siente que este tiempo no le corresponde, que ya no debería ser ni estar aquí, que no quiere seguir arriesgando. Tras dos infartos y cuatro ictus, no quiere sumar ni un tercero ni un quinto posibles. “Aún no sé cómo lo haré”, me reconoce, enfrascado en la tarea de despedirse a dos meses vista.

Sólo espero que no sufras, acierto a decir. Cómo saber cuáles son las palabras exactas. Mi padre se suicidó a los 54 años. Los motivos que encontró fueron los suyos; otros, distintos a los de Francesc Augé. Lo mismo da.

Durante la breve llamada de su adiós, me recuerda la conversación que tuvimos sobre mi padre en nuestro primer encuentro, cuando nos vimos cara a cara y a mí me impactó sobre todo la sonrisa con la que me contaba su paradoja: esa necesidad vital de morirse. En su caso con ayuda, sin tener que matarse, si se lo conceden.

Entonces, le conté aquellos sueños en los que yo cogía de la mano a mi padre para que no saltara solo al vacío, como finalmente hizo. Esa soledad suya la sigo sintiendo aterradora. “Es que ya no tengo amigos para eso”, me replica Francesc, que habla de ellos como si fueran Judas. Se conocen desde pequeños, pero apoyaron a su padre en la paralización de su eutanasia y les ha puesto la cruz. Viudo, de 98 años, Jordi Augé perdió a su otro hijo en un accidente de coche y ahora le pide a Francesc, el que le queda, que espere un poco, no mucho. No se imagina llegando a centenario, y menos aún sufriendo otra pérdida.

Francesc no está para sus plegarias. Esta vez, ni siquiera le ha contado el plan. “Si supiera cómo lo voy a hacer tampoco se lo diría. Ni a ti”, añade con voz pícara. No quiere sorpresas en su hoja de ruta, como que alguien lo vigile para evitar sus intenciones. De nuevo. Es raro despedirse de quien apenas has sabido más que un instante en su medio siglo de vida. Y justo al final. Le digo, absurdamente, que le escribiré, como si no supiera dejarlo marchar. En paz. A lo que él me promete que si la justicia le da la razón me avisará. Ojalá lo haga.