El artículo que leéis hoy estuvo a punto de ser un ataque incendiario contra Disney. Estaba convencida, indignada, y lista para cargar contra la enésima muestra de revisionismo absurdo. Todo empezó con un vídeo que vi en Instagram, seguido de un artículo de la misma cuenta: aseguraban que Disney había eliminado la mítica escena de Mulán (la versión original, animada) en la que suena “Voy a hacer un hombre de ti” por considerarla machista, ofensiva e inapropiada para los tiempos que corren.
Encajaba tan bien en la narrativa del mundo actual, con las noticias similares que tantas veces escuchamos, que me lo tragué entero. Fruncí el ceño, me calenté pensando en todo lo que tenía que decir al respecto y abrí una nueva nota en mi móvil para escribir con furia y fundamento.
Os pongo en contexto: la canción en cuestión —”I’ll Make a Man Out of You”, en la versión original— es un clásico. Un temazo con tambores, gritos de guerra y una coreografía de entrenamiento que marcó a toda una generación (yo todavía me sigo poniendo esa canción muchas veces cuando quiero motivarme). Representa la mentalidad del sistema que Mulán precisamente viene a desafiar: hombres fuertes, mujeres en casa, y lo que se espera de cada uno. Ella entra en ese sistema, lo desmantela desde dentro y demuestra que el valor, la inteligencia y el liderazgo no tienen género. Si te cargas esa escena, ¿contra qué se está rebelando, entonces? ¿Contra la brisa?
Pero antes de lanzarme a escribir el artículo entero, algo me picó. Busqué más información al respecto. Y no había nada: ni una noticia, ni un comunicado oficial, ni una fuente fiable que confirmara nada. Ni Variety, ni Deadline, ni Disney. Nada. Por si acaso, entré en Disney+ España, busqué Mulán (la de dibujos, claro) y allí seguía, tan campante, el montaje de entrenamiento con la canción intacta. Sin cortes. Sin censura. Sin notas a pie de vídeo. El mismo de siempre.
Así que no, no era censura ni revisionismo esquizofrénico. Era, muy probablemente, fake news, y yo una más que había caído, compartido y alimentado el bulo como una subnormal.
Y entonces el artículo cambió de tema.
Porque lo que me cabreó de verdad fue lo fácil que es manipularnos. La velocidad con la que nos indignamos. Lo poco que necesitamos para declararnos en pie de guerra. No me paré a comprobar nada más allá. Ni a contrastar. Lo vi, me encajó, y me enfadé. Así de fácil.
Hace un año escribí sobre Mr. Tartaria, ese fenómeno de teorías conspiranoicas que se viralizaron en TikTok y YouTube, reescribiendo la historia con voz grave, imágenes trucadas y afirmaciones grandilocuentes. Me pareció importante señalar el peligro de un entorno en el que cualquiera puede inventar una narrativa alternativa y difundirla sin freno, sin importar cuán absurda o descabellada sea. Ahora me doy cuenta de que lo verdaderamente inquietante es cuando esa inventiva descontrolada se cuela en “noticias” aparentemente banales, porque no levantan sospechas: una canción que desaparece, una escena que se corta, un detalle que se modifica. ¿En qué momento me habría parado yo a pensar que alguien dedica su tiempo a crear bulos de este tipo? Cosas pequeñas, sí, pero que nos indignan rápido y nos hacen compartir aún más rápido.
Al final, la censura moderna no necesita que nos callen: basta con que estemos desbordados. No hace falta eliminar información si ya nadie distingue lo cierto de lo falso. Si todo lo que vemos son relatos diseñados para confirmarnos en lo que ya pensábamos. Si hemos sustituido la información por una especie de entretenimiento emocional continuo.
Y, sobre todo, si hemos dejado de pedir pruebas.
Lo que parece anecdótico —que alguien comparta un bulo sobre Mulán— es solo un síntoma más de un ecosistema digital enfermo y podrido. Uno donde la mentira se premia porque genera clics, comentarios y engagement. Uno donde los matices sobran. Donde todo se resume en titulares virales, en indignaciones instantáneas, en bandos cada vez más enfrentados por ficciones compartidas.
Lo grave no es que algunos mientan: es que muchos no se interesan por saber la verdad. Porque la mentira, bien envuelta, funciona como una droga blanda. Nos reafirma. Nos hace sentir informados. Nos permite pertenecer. Lo he vivido: ese impulso de querer indignarse ya, de alinear el enfado con una narrativa más grande que se confirma una vez más.
¿Solución? Pocas, porque las redes son incontrolables. Pero si puedo recomendaros algo, sobre todo a la gente más joven y a los que hemos crecido en un mundo digital, es que dudéis más, que cuestionéis más. Leer mejor. Comprobar antes de compartir. Preguntaos de vez en cuando: ¿esto es cierto o solo me gustaría creer que lo es?
Yo me lo pregunto hoy. Porque estuve a punto de escribir un artículo furibundo contra una censura que nunca ocurrió (a decir verdad, ya ni siquiera estoy segura de sí ese vídeo y ese artículo eran mentira o no). Pero al menos me sirvió para escribir sobre otra mucho más real: la que ejercen sobre nosotros la manipulación, la saturación informativa y las ganas de tener razón.
Y esa, tristemente, no tiene pinta de desaparecer pronto.