Murcia, invierno de 1965. Las luces navideñas parpadeaban sobre las calles del barrio obrero de El Carmen. En una pequeña vivienda de muros agrietados y ventanas sin cortinas vivía la familia Martínez del Águila: Andrés, albañil, y Antonia, ama de casa y limpiadora por horas, junto a sus diez hijos.
Allí no había espacio para los sueños. Solo hambre, fatiga y una rutina de pura supervivencia. Los niños dormían amontonados, compartiendo mantas y resfriados. Entre ellos estaba Pura (Piedad), una niña de 12 años con ojos grandes y una obediencia sin preguntas. No iba a la escuela, no jugaba, no reía. Su niñez era una cadena de tareas: alimentar, bañar, cuidar. Mientras sus padres trabajaban y sus hermanos mayores ayudaban fuera de casa, ella era el pilar invisible del hogar.
El pilar se quiebra
4 de diciembre. María del Carmen, la bebé de 11 meses, muere. El médico certifica que fue una meningitis. Apenas hay tiempo para llorarla.
Cinco días después, Mariano, de 2 años, fallece también.
Y cinco días más tarde, Fuensanta, de solo 4. Tres hermanos en menos de dos semanas. El barrio murmura. El hospital provincial decide ingresar a toda la familia. Buscan una infección, algo contagioso. No encuentran nada. Los dan de alta para que pasen la Navidad en casa.
Pero el horror aún no había terminado.
4 de enero. Muere Andrés, de 5 años. Vomita sin parar, no puede respirar. El médico de cabecera se niega a firmar el acta de defunción. Exige una autopsia. Y lo que encuentran es inapelable: cianuro potásico y DDT, un insecticida común. Las muertes no eran naturales. Alguien los estaba envenenando.
La policía interroga a toda la familia. Uno por uno. La madre, el padre, los hermanos. Todos, menos una, tienen coartadas: trabajo, escuela, encargos. Solo Pura estaba siempre en casa. Solo ella preparaba la leche. Solo ella servía los platos.
La trampa
Un inspector le invita a un bar. Le ofrece un vaso de leche y, en tono de broma, simula añadir cloruro. La niña le impide que lo haga: “No hagas eso. Puedes hacer daño a alguien”. El investigador insiste en que beba, pero la pequeña se niega.
“¿Hace daño? ¿Es como lo que tú diste a tus hermanos?”. Pura finalmente confiesa: “Fui yo quien mató a los cuatro. Por orden de mi madre”
La confesión
Con una frialdad estremecedora, Pura relata cómo trituraba pastillas de limpiar metal y las mezclaba con veneno para ratas. Formaba bolitas y las disolvía en los vasos de leche de sus hermanitos. Intentó culpar a su madre. Después, admitió que lo había hecho sola.
“Quería jugar con mis amigas. Estaba harta de cuidar niños.”
No lloró. No suplicó. No mostró rencor. Solo una confesión sin temblor, hecha por una niña con coletas y vestido escolar. Una niña convertida en verdugo.
¿Monstruo o víctima?
“Lo que tenemos aquí no es un caso de maldad infantil, sino el producto de un abandono absoluto” explicó años más tarde un experto. “Pura actuó de forma monstruosa, sí, pero en un contexto profundamente deshumanizante.”
La justicia la declaró inimputable por su edad. Fue internada en un centro de menores dirigido por religiosas. Allí, según algunas versiones, aprendió costura y labores domésticas. Nunca más se supo de ella.
La familia se desmoronó. El padre cayó en el alcohol y más tarde se quedó ciego. Murió poco después, sumido en la pobreza. La madre cargó con el estigma de por vida. Algunos vecinos no volvieron a saludarla. Otros la compadecían en silencio. La casa fue desalojada. El barrio, con el tiempo, intentó olvidar.
Hoy Pura tendría 72 años. Nadie sabe dónde está. Pero en las calles silenciosas de El Carmen, todavía flota el nombre de la niña que sirvió leche envenenada a sus hermanos…mientras afuera brillaban las luces de Navidad.