Debate cultural

Sillas al fresco, el derecho a la acerita

Una sola foto y una frase han abierto el único “debate” que ha puesto a todo el mundo de acuerdo en redes sociales: ¿hasta qué punto las normas urbanas entienden -y respetan- la vida cotidiana de los pueblos?

Señoras tomando el fresco en verano

Una sola foto y una frase han abierto el único “debate” que ha puesto a todo el mundo de acuerdo en redes sociales: ¿hasta qué punto las normas urbanas entienden -y respetan- la vida cotidiana de los pueblos?

El pasado mayo, la Policía Local de Santa Fe, en Granada, publicó en su cuenta oficial de X un mensaje que desató una oleada de comentarios, memes y una encendida defensa de una de nuestras costumbres más arraigadas.

El tuit decía así: “Recordamos que no está permitido ocupar la vía pública con sillas, mesas u otros objetos sin autorización. También en la puerta de casa. Gracias por su colaboración.”

Nada fuera de lo común si no fuera por la imagen que lo acompañaba: seis mujeres mayores, sentadas tranquilamente en sillas plegables, conversando en la puerta de casa. Una escena que cualquiera puede encontrar en cientos de pueblos españoles cuando llega el buen tiempo y se baja a tomar el fresco.

La vida en la calle es una forma de estar en el mundo

No hay nadie en este país que no haya vivido -o soñado- con esas noches lentas en las que la calle se transforma en salón, en espacio de historias, risas, alguna crítica al Ayuntamiento y, muchas veces, una ronda de abanicos y gazpacho.

Las aceras, en pueblos y barrios, Siempre han sido una extensión de nuestra casa. El fresquito es más que una escapatoria del calor; es comunidad, es compañía, es humanidad.

Y estas seis señoras no estaban obstaculizando la vía, ni revendiendo bebidas, ni haciendo botellón. Estaban charlando. Y si esto incomoda a la legalidad, entonces el problema no es la silla. Es la norma.
La publicación no tardó en viralizarse: más de 6,5 millones de visualizaciones, miles de interacciones y una insólita unanimidad en defensa de la escena y todo lo que representa.

Uno de los comentarios más compartidos fue el de una usuaria que respondió con ironía:

“Todo el mundo sabe que las aceras son para las terrazas de los bares. El ocio gratuito de charlar con las vecinas no cabe en esta sociedad”.

Otros, tirando de ingenio, escribieron:

“Compañeros, si necesitáis refuerzos para tan peligrosa misión contad conmigo, tenemos que acabar con este grave problema para la ciudadanía; basta de impunidad con las abuelitas que toman el fresco al caer la tarde, todo el peso de la ley debe caer sobre ellas”.

“Negarle a las viejitas el derecho a tomar el fresco es un síntoma del agónico final de nuestra civilización”.

También hubo quien señaló la contradicción más evidente:

“Tu abuela no puede estar a la fresca pero el bar se puede comer la acera”.

Normas que no entienden de costumbres

Nadie discute que una acera debe ser accesible y segura. Pero la rigidez normativa no siempre es amiga de la vida real. No es lo mismo montar un tenderete que sacar una silla para no estar sola.
Y ahí está el problema: la norma, aplicada sin contexto ni empatía, puede dejar fuera a quienes más necesitan del espacio compartido.

En los pueblos, la calle es mucho más que un lugar de paso. Es conversación, consuelo, vecindad. Lo que hacen estas seis vecinas es mantener viva una forma de estar en el mundo. Una forma que no consume, pero sí construye. Que no molesta, pero sí sostiene.

Él fresquito, patrimonio inmaterial

Podríamos -y deberíamos- empezar a hablar del “fresquito” como parte del patrimonio cultural inmaterial. Porque lo es. Como las fallas, la feria o la ronda de villancicos. ¿Quién no recuerda a su abuela, tía o madre sacando la silla para observar la vida pasar, como quien riega las macetas?

No es una costumbre, es una estructura social. Muchas de estas mujeres viven solas, alejadas de sus hijos, en barrios y pueblos donde cada vez hay menos gente joven. Su silla no es un capricho, es su lugar en el mundo. Es su bar, su red social y su balcón a la vida.

El mensaje policial podría entenderse como un simple recordatorio legal, pero el contexto lo desactiva. No había alteración del orden. No había quejas. Ni siquiera tráfico. Sólo conversación y sombra.

Aplicar el reglamento sin matices -y, peor aún, exhibirlo en redes- convirtió lo que podría haber sido una charla con las vecinas en una especie de escarnio digital.

En lugar de fomentar la convivencia, el mensaje dejó una sensación de desconexión entre quienes patrullan y quienes habitan.

La silla como resistencia

Tal vez, la silla sea nuestra forma más humilde y eficaz de resistencia cultural.

No pedimos que se legisle el fresquito. Pedimos que se le deje respirar. Que no se le multe, que no se le sancione. Que se le entienda.

A mis vecinas de Campanet (Mallorca): id sacando la silla, que llegamos.