Aniversario del 29O

Teresa, un año después de la DANA: “Seguimos aterrorizados”

Su miedo constante, las secuelas psicológicas, la falta de ayudas públicas, el deterioro de su salud física y la dependencia emocional y asistencial de su hijo hacen de Teresa Polit, vecina de Catarroja, un símbolo de las inundaciones de 2024

En Catarroja, a las puertas del invierno, cuando las calles ya no huelen a barro pero las paredes aún lo recuerdan, Teresa Polit vive atrapada en un bucle. Desde la DANA del año pasado, su casa quedó marcada por las humedades y su ánimo, por el miedo. “Yo ya no quiero vivir más desgracias”, decía hace un año, tras haber vivido la riada del 57 y la Guerra Civil. Hoy, a sus 83 años, esa frase pesa más que nunca.

Teresa no ha podido volver a la normalidad porque la normalidad ya no existe. La lluvia de octubre de 2023 se llevó parte de su independencia, y lo que quedó lo remató el olvido institucional. Las humedades siguen avanzando en su vivienda. Nadie ha venido a arreglar nada. Las promesas fueron muchas, las visitas pocas, y las soluciones, ninguna.

El miedo a que vuelva a llover

“No te puedes imaginar el miedo que tengo cada vez que dan lluvia”, repite una y otra vez. Vive sola, es viuda, y depende de su hijo para ir al médico, hacer la compra o simplemente ver un poco de mundo fuera de su calle. La casa donde nació es ahora su refugio y su cárcel.

El recuerdo de aquella noche sigue vivo: subir las escaleras sola, con andador, una bolsa en la mano con un rosario, una radio de pilas y medicación. “No me subí comida, no me subí nada”, recuerda. El pánico la paraliza. “Vi el agua por la ventana, no pude ni llamar a nadie. Solo me encomendé a la Virgen”.

Desde entonces, el cuerpo no le responde como antes. Tiene lumbalgia crónica, una rodilla operada que cada vez duele más, y un tendón roto en el dedo pulgar que le impide hacer fuerza. “Yo antes me valía sola, me apañaba. Ahora no puedo ni moverme de la cama algunos días”.

Una caída sin atención

Un día, simplemente no pudo levantarse. Llamó a su hijo, que fue corriendo. “No me podía ni mover. Pensé que me moría”, dice. El médico solo le atendió por teléfono. Diagnóstico: lumbalgia. Solución: pastillas. Pero no funcionaron. Días después, acabó en urgencias por el dolor, le pincharon y volvió a casa. Así va sobreviviendo, “tirando”, como ella dice.

Y sin embargo, lo que más le duele no es el cuerpo. Es la soledad, la desatención, el miedo que la acompaña cada vez que suena la alerta de lluvia en la radio. “Antes pasaban por aquí a preguntar cómo estábamos. Ahora, si no te mueves tú, nadie se acuerda”.

Catarroja, tierra de mujeres olvidadas

Teresa fue protagonista involuntaria del desastre. Entonces, como ahora, no salió en los balances oficiales. Pero es ella y otras como ella —viudas, mayores, con la movilidad reducida— quienes han sostenido la vida cotidiana del pueblo en las peores semanas. Se quedaron encerradas, incomunicadas, aferradas a la fe y a los voluntarios que vinieron de fuera. “Una chica de Granada me ayudó hasta a ducharme. Hasta la cama me hizo”.

“Vinieron después, con botas, guantes y pantalones de plástico. Pero cuando el barro estaba fresco, no había nadie. Fue la gente de fuera la que nos ayudó de verdad, como vosotros”.

En todo este año, Teresa ha visto pasar médicos nuevos por su ambulatorio como quien cambia el calendario: ninguno la conoce, nadie le sigue el historial. “He tenido cinco médicos en tres años. Cuando voy, no saben quién soy”. Tampoco ha conseguido operarse de las cataratas. “Veo una sombra, no reconozco ni las caras”. La han puesto como “urgente”. Pero sabe que eso, hoy, no significa nada.

“La médica me dijo que esperara, que ya me llamarían. Yo no quiero molestar, pero si me duele, ¿qué hago? ¿Espero un año?”. Dice que ha dejado de llamar a los familiares médicos. “Me da vergüenza. Pero también rabia. Porque si eres su primo te hacen caso, y si no, no”.

Teresa, de 82 años, agradece el trabajo que los jóvenes están haciendo en su pueblo, Catarroja
Teresa poco después de la DANA, en su pueblo, Catarroja
Dámaris Fernández

La dignidad entre las grietas

Su casa aún tiene muebles que se inflaron con la lluvia, y Teresa se niega a tirarlos. “¿Para qué? Si no tengo dinero para comprar otros. Yo ya no necesito lujos, necesito una silla en la que ver la tele y un mueble que no se caiga”. Le pesa que le digan que “todo eso ya no vale”, como si su vida tampoco valiera. “Yo he vivido sin suelo, con animales en casa, sin alcantarillas. Y ahora me dicen que tire todo y compre nuevo. No puedo”.

Pese a todo, hay días en que Teresa sonríe. “Hoy me han sacado al mercado, me ha dado el aire. Estoy un poquito mejor”, dice, mientras moja unas galletas en leche para ablandarlas. “Los dientes tampoco me van bien. Pero algo es algo”.

Cada gota que cae en Catarroja activa un recuerdo. “Yo sé leer el cielo. Cuando vi esas nubes negras, lo supe. Me metí en casa y no salí hasta ocho días después”. Lo cuenta una y otra vez. Como si narrarlo fuera una forma de controlarlo. Pero el miedo está, y no se va.

Teresa Polit, de 83 años, está viva de milagro. Lo dice ella. Lo dice su hijo. Lo dicen los vecinos. Pero no lo dice ningún informe oficial. Y mientras las autoridades siguen discutiendo si fue o no previsible, si se puede o no repetir, Teresa se prepara para otra noche larga, otra tormenta, otro invierno que quizá no acabe nunca.

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