El fin del mundo ha llegado, o al menos eso cree una madre que vive junto a sus hijos en una vieja cabaña escondida en el bosque. La mujer, a quien llamaremos Madre, sostiene que un ente horripilante al que llama El Mal ha acabado con la humanidad, y que ahora los acecha a ellos afuera de la casa; para evitar que los posea, cada vez que salen al exterior en busca de comida deben permanecer atados a la vivienda y entre sí a través de una larga cuerda que parece un cordón umbilical, y que simboliza la sobreprotección materna.
También según las normas de supervivencia de Madre, con frecuencia los niños deben recitar un conjuro protector con las manos pegadas a un receptáculo de madera, y de vez en cuando son encerrados en un espacio diminuto existente bajo las tablas del suelo porque, asegura, de ese modo expulsarán “la oscuridad”. Lo cierto es que ella es la única de los tres que puede ver El Mal, y los pequeños creen a pies juntillas todo cuanto se les ha dicho desde que nacieron; después de todo, ¿qué otra opción tienen? Toda su percepción del mundo ha sido moldeada por ello. Pero, ¿y si su situación no es producto de una amenaza real sino la evidencia de una mente enferma?
Ese es el punto de partida de la última película protagonizada y producida por Halle Berry, Nunca te sueltes. Y, considerando que se trata de una premia particularmente propicia para la exploración de la naturaleza de la maternidad, o la complejidad de las relaciones familiares, o la enfermedad y el trauma, o los terrores que sufrimos durante la pandemia, resulta francamente decepcionante que la película apenas se moleste en explorar esos temas más allá de su superficie, y que en el proceso se contente con generar suficiente atmósfera gótica para compensar su escasa capacidad para provocar suspense y mucho menos para meter al espectador el miedo en el cuerpo.
¿El Mal… o una madre sobreprotectora?
Mientras referencia cuentos infantiles como Pulgarcito y Hansel y Gretel y ficciones cinematográficas como Un lugar tranquilo y Posesión Infernal, mantiene vivas durante la práctica totalidad de su metraje las dudas sobre si la verdadera amenaza que afrontan los niños es El Mal o si es su progenitora, y la intriga inicialmente causada por esa incertidumbre no tarda en desvanecerse por varios motivos: primero, dado que Madre es el único personaje capaz de ver la maldad, y que es demasiado estricta respecto a sus reglas como para cometer descuidos, los encuentros con su sobrenatural enemigo son escasos y distantes; segundo, el empeño de la película en alimentar nuestras sospechas acerca de la salud mental de la mujer limitan sus oportunidades de abocar a sus protagonistas a un peligro real y visible.
Nunca te sueltes ha sido dirigida por Alexandre Aja, un director especializado en el género que a lo largo de su carrera se ha mostrado excepcionalmente eficaz a la hora de provocar tensión dramática, ya sea recurriendo a la violencia extrema –como en Alta tensión (2003) y el remake Las colinas tienen ojos (2006)–, explorando honduras psicológicas –como en Horns (2013)– o, como en Infierno bajo el agua (2019), sacando punta a las posibilidades del ‘ecoterror’. Aquí, el francés se muestra incapaz de exhibir su gran cualidad como narrador, en buena medida por la vaguedad y la repetitividad que el relato aqueja.
En ese sentido, el trabajo interpretativo de Halle Berry tampoco ayuda. En cuanto aparece por primera vez en pantalla ya tiene los ojos hundidos y envueltos de ojeras, y el cabello tan agitado como el comportamiento de su personaje. Dicho de otro modo, desde el principio de la película Madre ya está fuera de quicio, por lo que la actuación de la actriz no tiene hacia dónde ir. Es fácil imaginarse una versión mejorada de la película en la que la matriarca posee un verdadero arco dramático en lugar de una mera sucesión de cansinos monólogos apocalípticos, y en la que se nos permite ir detectando gradualmente cómo el trauma va asomando entre sus gestos y las frases que componen sus diálogos. Curiosamente, Alexandre Aja se muestra más interesado en explorar las personalidades de los dos niños –impecablemente encarnados por Percy Daggs IV y Anthony B. Jenkins–, pero su esfuerzo en ese ámbito se echa a perder cuando en su tercer acto, en cuanto la película decide desobedecer sus reglas y sacrificar su propia coherencia en un intento vano de mantener al espectador con las manos agarradas a la butaca.