Mujeres históricas

Sister Rosetta Tharpe, la mujer que inventó y encendió el rock

Antes de Elvis, antes de Chuck Berry, antes de que el rock and roll tuviera nombre, ya había una mujer negra con una guitarra blanca enchufada a un amplificador y un coro de fieles detrás. La historia del rock, contada sin ella, es una película empezada por la mitad

Sister Rosetta Tharpe, la mujer que encendió el rock

Hay un vídeo que debería ponerse en las escuelas de música antes de repartir la primera púa. Una estación en desuso en Manchester, 1964, una tarde de lluvia británica con el público encogido en los abrigos en el andén de enfrente. Aparece una mujer con abrigo claro, vestido impecable y una guitarra eléctrica colgada como quien lleva un bolso de mano. Se llama Sister Rosetta Tharpe. Cuando empieza Didn’t It Rain, el rock todavía no sabe que está asistiendo a una clase. Los británicos jóvenes que luego tocarán en los Yardbirds, en los Rolling Stones, en los escenarios donde no cabe un alma, están ahí, empapándose de lluvia y de acordes. Décadas más tarde contarán que aquella tarde les cambió la vida; el vídeo se subirá a YouTube y el mundo dirá: “Wow, es ella”.

Para llegar a ese andén hay que volver a Cotton Plant, Arkansas, 1915. Allí nace Rosetta Nubin, hija de dos recolectores de algodón y de una madre, Katie Bell, que además de dejarse la espalda en el campo canta, toca la mandolina y predica en la Iglesia de Dios en Cristo, una denominación pentecostal donde se permite lo que otras iglesias prohíben: baile, palmas, gritos, mujeres al frente del coro. La niña crece entre maletas y bancos de iglesia, aprendiendo a tocar la guitarra a los seis años, presentada ya entonces como “el milagro de la guitarra y el canto” mientras recorre el Sur en caravana evangelista con su madre. La primera gira de su vida es de Dios, pero el estilo ya es suyo: un gospel eléctrico antes siquiera de enchufar nada.

Nueva York la recibe en 1938 con su nombre ya cambiado, Sister Rosetta Tharpe, y una fe que viaja en compañía de una ambición sana: grabar discos, vivir de cantar. Decca la mete en el estudio y en una sola sesión salen Rock Me, That’s All, My Man and I y The Lonesome Road. Son los primeros éxitos grandes del gospel grabado: letras espirituales, banda swing detrás y una guitarra que se asoma de vez en cuando como si se hubiera cansado de estar en el coro y pidiera primer plano. Las iglesias conservadoras se escandalizan: aquello de hablar del Señor sobre un ritmo de club nocturno no les encaja. Los clubes, en cambio, entienden el negocio enseguida. Tharpe canta en el Cotton Club, en el Apollo, en salas donde el whisky y las oraciones comparten mesa sin mirarse mucho.

Sister Rosetta Tharpe

En 1944 graba Strange Things Happening Every Day con el pianista Sammy Price. Es un espiritual, sí, pero va lanzado hacia adelante, con una guitarra que rasga y responde a la voz como si discutieran en mitad de la calle. La canción se cuela en las listas de race records, la etiqueta de la época para la música negra, y muchos historiadores la señalan como el primer rock and roll de la historia, o, al menos, como la chispa que se acerca peligrosamente al barril de gasolina. Años después, cuando le pregunten por esos chicos del nuevo género, ella se encogerá de hombros: “Eso que llaman rock and roll es rhythm and blues acelerado. Yo llevo haciendo eso toda la vida”.

La lista de deudas con Sister Rosetta es incómoda de leer si uno ha crecido con la versión oficial, toda peinados con brillantina y chaquetas de cuero. Elvis Presley, Little Richard, Chuck Berry, Johnny Cash, Jerry Lee Lewis, Tina Turner: todos la citarán como influencia, directa o soterrada, la voz y la guitarra que escuchaban en la radio cuando todavía eran niños. Johnny Cash recordará en su discurso de entrada al Rock and Roll Hall of Fame que de pequeño sus discos favoritos eran los de ella; Little Richard contará que fue Sister Rosetta quien le invitó por primera vez a cantar fuera de la iglesia y encima le pagó. En la lista de guitarristas británicos en deuda con aquel andén mojado aparecen Eric Clapton, Jeff Beck, Keith Richards, toda una generación que vio en esa mujer con guitarra algo que ni sus profesores ni sus padres les habían enseñado: que el instrumento se podía tocar contra las normas.

Entre giras y discos, Sister Rosetta arma también su propia vida sentimental, siempre a contraluz y sin manual de instrucciones. Se casa varias veces, una de ellas, en 1951, en un estadio de béisbol de Washington ante más de 20.000 personas, boda-espectáculo con disco incluido, y comparte escenario y carretera con la cantante Marie Knight, con la que formará un dúo explosivo de gospel que recorre Estados Unidos a golpe de tren y carretera secundaria. Mientras el país les exige cantar al cielo, ellas viven en un suelo que las discrimina por negras, por mujeres y por dedicarse a una música que no encaja del todo ni en la iglesia ni en el negocio del entretenimiento.

Sister Rosetta Tharpe, la mujer que encendió el rock

Una figura incómoda para el relato

A partir de los años cincuenta, la paradoja se afila: el sonido que ella ha ayudado a crear se hace joven, blanco y masivo, y Sister Rosetta empieza a ser una figura incómoda para el relato. En el góspel institucional, el papel de gran dama recae en Mahalia Jackson, más respetable, más asociada al compromiso político; en el rock, los chicos ocupan las portadas, y el rastro de la mujer que enchufó la primera guitarra se difumina. Tharpe encuentra refugio en Europa: desde 1957, y especialmente en los sesenta, sus giras triunfan en escenarios donde la ven como lo que es, una pionera. En 1964, la televisión británica la sube al famoso tren de Manchester y la planta en aquel andén mojado que la devolverá al siglo XXI en forma de vídeo viral.

El final no tiene épica de biopic, sino burocracia de hospital. A principios de los setenta sufre un ictus, la diabetes obliga a amputarle una pierna, los conciertos se espacian. Muere en 1973 en Filadelfia, la víspera de una sesión de grabación, con más facturas que homenajes y una tumba sin lápida durante años. Mientras tanto, el rock y el pop llenan estadios con riffs que, si se les rasca un poco, llevan la firma invisible de su mano derecha. Poco a poco, a fuerza de empeño de músicos y periodistas, llegan los ajustes de cuentas: en 2018 entra por fin en el Rock & Roll Hall of Fame como “influencia temprana”, ese eufemismo que usan las instituciones para decir “estabas aquí antes que todos”.

La ola de revisiones históricas no se ha detenido. Su figura reaparece en documentales, en artículos, en conciertos-homenaje, en el creciente reconocimiento de su papel como “madrina” del género. Y ahora, como mandato de los tiempos, llega también el biopic: Lizzo se ha embarcado en la tarea de interpretarla en Rosetta, una película que promete devolverla al lugar que nunca debió abandonar, el centro exacto del plano. Que sea precisamente una estrella pop negra, gorda y ruidosa quien la encarne no es un detalle menor, sino una forma de cerrar un círculo que empezó cuando una niña de Arkansas cogió una guitarra y decidió que la alegría de la iglesia se podía enchufar y sacar al mundo.

Imaginamos el futuro del rock como una explosión: un joven blanco moviendo la pelvis en televisión, un solo de guitarra que rompe el silencio de los cincuenta, una sala de conciertos en la que el público grita como si no hubiera mañana. Pero, si uno rebobina, el sonido empieza antes y en otro sitio; en una mujer con vestido de domingo, sonriendo ante un micrófono, apretando los dedos contra las cuerdas como quien pronuncia por primera vez una palabra nueva. Todo lo que vino después -la distorsión, los saltos, el volumen obsceno- es, en el fondo, una versión ampliada de ese gesto. Sister Rosetta Tharpe no inventó la felicidad ni el pecado, pero sí la forma de tocarlos con una guitarra. Y quizá la justicia consista simplemente en llamarla por fin como lo que siempre fue: la que encendió la luz.

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