Brigitte Bardot ha fallecido este domingo a los 91 años, cerrando una biografía que fue tan pública como deliberadamente esquiva. Nació en París el 28 de septiembre de 1934, en una familia acomodada que imaginaba para ella un futuro “correcto” (clases de ballet, disciplina, modales…). Pero Bardot, Brigitte Anne-Marie Bardot, pertenecía a esa rara estirpe de personas que no encajan ni siquiera cuando intentan hacerlo.
Antes de ser actriz fue modelo adolescente. Su leyenda pública, alimentada por el cine y la moda, es conocida. Lo que interesa hoy, al cerrarse su biografía, es la otra historia: la de una mujer que, una vez convertida en icono, dedicó el resto de su vida a pelear contra el propio mecanismo que la había creado.
En su vida sentimental, Bardot buscó a menudo lo que luego rechazaba; es decir, la intensidad, el refugio y una promesa de normalidad. Se casó por primera vez con Roger Vadim (1952-1957), el director que impulsó su estrellato y que quedó unido para siempre a su irrupción como fenómeno cultural.
Después llegó Jacques Charrier (1959–1962), con quien tuvo a su único hijo, Nicolas-Jacques Charrier, una maternidad que ella misma describió durante años con incomodidad (un punto ciego emocional que, en su caso, la prensa convirtió en acusación y el público en morbo).
En 1966 se casó con el millonario alemán Gunter Sachs (hasta 1969), un capítulo de brillo social, fiestas y titulares. Y, ya lejos de la era en que el mundo la perseguía, contrajo matrimonio con Bernard d’Ormaleen 1992, su compañero hasta el final, asociado a una vida más privada y más cerrada.
Aunque nunca formaron una pareja estable, la relación de Bardot con Alain Delon ocupó portadas en toda Francia. Compartieron pantalla a comienzos de los años sesenta y, sobre todo, compartieron una condición rara que fue la de encarnar, cada uno a su manera, una idea absoluta de belleza y libertad. No fue una historia de matrimonio ni de convivencia, sino una afinidad de época, una tensión simbólica entre dos mitos que se reconocían sin necesidad de poseerse. Décadas más tarde, tras la muerte de Delon en 2024, Bardot le rindió un homenaje público.
La gran decisión íntima de Bardot fue también la más pública: dejar el cine en 1973, cuando aún era un nombre capaz de llenar salas y portadas. Se suele contar como un retiro, pero fue más bien una fuga: una renuncia frontal a seguir siendo “B.B.” como producto. Cambió el plató por una geografía mucho más concreta: Saint-Tropez, y en particular La Madrague, su casa, que funcionó durante décadas como un bastión contra el mundo, un territorio de animales rescatados, rutinas repetidas y vigilancia constante de su propia frontera. Ese aislamiento no fue timidez: fue control. Bardot no se escondía; se administraba.
Su segunda vida tuvo un eje innegociable, los animales. En 1986 fundó la Fundación Brigitte Bardot, y desde entonces su identidad se desplazó del deseo que proyectaban sobre ella a la causa que ella proyectaba hacia fuera. Fue una militancia vehemente, a veces eficaz, a veces abrasiva; una energía moral que no pedía consenso. Para algunos, la prueba de que su celebridad podía convertirse en herramienta; para otros, el ejemplo de cómo una figura amada puede endurecerse con los años.
Ese endurecimiento también definió su última etapa. Bardot acumuló controversias por declaraciones políticas y sociales que le valieron condenas y sanciones en Francia, complicando su legado con un contraste incómodo: la compasión absoluta por los animales, y una dureza verbal hacia ciertas comunidades que dañó su imagen internacional.
Al final, su vida privada fue una obra en sí misma, una coreografía de retirada. Mientras el siglo convertía la intimidad en espectáculo, Bardot convirtió el espectáculo en algo que podía abandonar. Y quizá ahí resida su rareza definitiva. Fue una estrella que, después de deslumbrar, se dedicó, con tozudez francesa, a apagarse a su manera.


