La escena se irá repitiendo a menudo este invierno y seguramente en los próximos años. Familias y parejas recién aterrizadas, llenas de ilusión, buscando esa foto para compartir en redes sociales, delante de un mítico (y fotogénico) monumento.
Este año, muchos se acercaron a Buckingham Palace esperando encontrarse un espectáculo de luces como el ya internacionalmente conocido de Vigo. Habían visto un mercadillo navideño digno de cuento en distintas publicaciones. Llevaban varios días imaginándose en sus cuentas esa postal perfecta de casitas de madera. Un ambiente tan cinematográfico que hasta los guardias parecían reales.
Pero qué decepción al llegar a la explanada del Palacio y encontrarse con nada de todo eso. Es más, la fachada del Palacio está actualmente en mantenimiento. Una lluvia fina, unas vallas metálicas y un entorno poco festivo para los viajeros que pensaron haberse equivocado de sitio. La explicación detrás de ese timo era una campaña de promoción de una sencilla tienda de regalos que han abierto en el castillo.
El mercadillo fantasma y otras alegorías
Este falso mercado navideño londinense es el símbolo involuntario de nuestra credulidad colectiva en redes. La anécdota recogida por medios internacionales, americanos, ingleses y franceses es el preámbulo perfecto para entender un fenómeno que afecta ya a la credibilidad de la industria turística. No es que la inteligencia artificial nos haga más jóvenes o delgados ni quite la mitad de los veraneantes de una playa, se inventa ya una realidad paralela.
En Instagram, sobre todo, la estética se ha convertido en una trampa. Ni la nieve limpia en pleno Londres (que no ha visto un copo esta temporada) ni esas casetas salidas de una aldea bávara tenían pinta de ser falsas.
Las autoridades confirmaron rápidamente que allí no se celebraba ningún mercado y que lo único que existía era un modesto corner navideño en las caballerizas, pero muchos turistas expresaron su enfado y tristeza. Y no resulta extraño que tantos cayeran en la trampa. Según el último informe digital del Reuters Institute, cuatro de cada diez europeos reconocen que no saben distinguir una imagen real de una generada por IA.
Unos viajes cada vez más pixelados
Aunque las redes son una gran baza para promocionar destinos, no es el primer caso de engaño publicitario. Las plataformas no tienen especial interés en moderar estas ficciones: cuanto más atractivas, más reacciones generan.
Hace unos meses, otro viral destacaba una increíble exposición sobre Willy Wonka y su fábrica del chocolate, cuando en realidad, se trataba de una modesta muestra en una nave industrial de la periferia.
Algo parecido ocurrió en Japón, donde se tuvo que aclarar públicamente que algunas de esas imágenes virales de templos nevados y montañas iluminadas eran creaciones virtuales. O el caso reciente en Noruega, donde unos supuestos osos polares acercándose a turistas provocaron cancelaciones.
También se hizo famoso un teleférico inexistente en Kuala Lumpur, la capital de Malasia, donde hay dos torres muy altas, pero nada de esa parafernalia. Cualquier guía turístico neerlandés te dirá que es habitual que los viajeros le pregunten por esa instantánea perfecta de tulipas coloridas delante de los típicos molinos, cuando no se trata de la misma zona geográfica. Me pasó hasta a mí, un veterano en viajes a calas lejanas, donde llegué y no se parecían en nada a lo que mostraban las guías. Decenas de niños ruidosos saltando al agua, en un entorno que nos vendieron como un área salvaje y aislada.
Los efectos podrían empezar a notarse y el negocio del turismo que se beneficia de esa gran revolución de lo instagrameable se verá enfrentado al potencial descrédito de las ficciones visuales. Y eso sin entrar en los cientos de estafas de pisos falsos en alquiler o negocios inexistentes de los cuales oímos hablar cada verano. Creadores de contenidos, como profesionales del sector, también se enfrentan a un dilema ético. ¿Cómo inspirar a viajar sin engañar a los viajeros?
La historia del mercadillo fantasma de Buckingham Palace no es una anécdota, sino una advertencia. La Unión Europea valora poner en marcha unas normas de transparencia, ya impuestas en los anuncios de publicidad tanto en televisión como en prensa. La IA ayuda a promover destinos, sin lugar a dudas, pero el viajero debe aprender también a contrastarlo todo.

Cómo evitar caer en el engaño
Como comentaba recientemente en un artículo sobre memes y política, nuestra percepción de la realidad puede quedar severamente dañada y nuestras decisiones, alteradas.
En turismo pasa lo mismo. Lo mejor será empezar por dudar de todo, como Descartes, y contrastarlo todo. Cuando un destino, un hotel o un evento aparezca únicamente acompañado de imágenes idílicas en redes, sin más información, ni detalles, será mejor verificarlo. Siempre es mejor acudir a Google Images, que aún no está tan contaminado de escenarios virtuales. En los buscadores, los usuarios no buscan tanto los likes o los comentarios y las reseñas de Google Maps suelen ser más fidedignas.
También es bueno visitar las páginas oficiales, leer opiniones recientes, reseñas con fecha, y fotografías (aunque peor enfocadas) tomadas por viajeros casuales y reales. Si se trata de viajes lejanos y únicos en una vida, también se puede acudir a agencias especializadas con trato personal, como Pangea que trabajan en viajes a medida, y sin sorpresa.
Cada vez más medios, como ocurrió en el caso del Palacio inglés, recurren a herramientas de verificación visual capaces de detectar si una imagen ha sido generada por la inteligencia artificial. Tampoco son infalibles, pero te ayudan a estar con la mosca detrás de la oreja.
También resulta de sentido común priorizar destinos y experiencias apoyados en relatos e historias auténticas, con testimonios fiables y presencia en medios independientes, porque la narrativa genuina siempre deja su sello de autenticidad. Y, por encima de todo, será importante, tanto en viajes como en otros asuntos de la vida cotidiana, mantener una saludable sospecha ante cualquier nueva escena demasiado impecable. Al final acabaremos buscando esas fotos torpes e imperfectas, las que capturan a unos viajeros a quienes se les ha cortado la cabeza o los pies, porque son el reflejo de la vida real y, por ahora, siguen siendo imposibles de falsificar.


