La lectura de Indro Montanelli dejó de ser para mí una asignatura pendiente en mayo, cuando devoré su Historia de Grecia. Por si alguien no lo conoce: fue un periodista de leyenda, brilló como ningún otro en Il Corriere della Sera, fundó Il Giornale y escribió docenas de libros interesantísimos –más información, en este texto de Juan Carlos Laviana–. Por su mayúscula carrera, obtuvo, entre otros premios, el Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 1996. Ahora bien, el hombre tenía sus cosillas. En los años treinta, por ejemplo, se compró una concubina en Abisinia (Etiopía). Respondía al nombre de Destà y era una niña de doce años –26 tenía Montanelli–. 350 liras le pagó al padre de la cría. La adquirió virgen para que no le pegara ninguna enfermedad venérea.
El 22 de abril de 2006, el Ayuntamiento de Milán inauguró una estatua del fastuoso periodista, hecha por el escultor Vito Tongiani, ubicada en los jardines que llevan su nombre. Trece años después, en abril de 2019, el colectivo feminista “Indecorose” escribió en la estatua “Stupratore di bambine”, o sea, “Violador de niños”. En junio de 2020, en plena ola de protestas por la muerte de George Floyd, la estatua fue nuevamente dañada: arrojaron sobre ella pintura roja y escribieron “Razzista Stupratore”, cuya traducción se hace sola. La derecha italiana criticó ambas acciones vandálicas, y la izquierda se refugió en el sí, pero: cuidadín con meterse con Montanelli, que es un tesoro nacional.
No seré yo quien deje de leer al autor de La sublime locura de la revolución por comprarse, tal y como desveló en 1969, “un animalito dócil, llegaba con el cesto en la cabeza donde me traía la ropa limpia”. No seré yo quien deje de leer a Pablo Neruda por haber abandonado vilmente a su hija hidrocéfala, a quien llamaba “vampiresa de 3 kilos”. Ni a Céline ni a Knut Hamsun por nazis. Ni a Rimbaud, príncipe luciferino de los poetas, por traficante de armas. Ni a mi escritor favorito, Stephen King, a quien más he leído en toda mi vida –59 novelas y dos ensayos, más los que tengo pendientes–, por haber tenido un calentón sectario en la red social X.
Ya saben que, el pasado 10 de septiembre, un malnacido asesinó al activista conservador estadounidense Charlie Kirk, y que hubo peña que lo lloró, gentuza que lo celebró y, en medio, una pila de gente que justificó el crimen, o algo muy parecido, en plan: “Es que llevaba la falda muy corta, es que iba provocando”. Entre ellos, el autor de mis adoradas Carrie, Misery o Cementerio de animales. “Defendía apedrear a los gays”, escribió en respuesta a un tuit del presentador de Fox News Jesse Watters, quien cantaba las virtudes patrióticas del joven asesinado. Esa derecha que, con razón, otrora denunciaba la opresión woke y reclamaba libertad por los siete mares utilizó las mismas armas que los torquemaditas progres, buscando, en última instancia, la cancelación de un gigante. En estas, la librería Belfast Books se dirigía a King en X y anunciaba: “Esperábamos mucho más de usted. Aunque esto pueda perjudicarnos financieramente, retiramos todos sus libros. Un comentario tan aberrante e ignorante no puede ser subsanado con una disculpa a medias”.
Porque King se disculpó: “Me equivoqué, y me disculpo. Lo que realmente mostró Kirk fue cómo algunos seleccionan pasajes de la Biblia. He borrado el post”. Y volvió a admitir su error: “Uno de los principios de Alcohólicos Anónimos, a veces difícil de seguir, pero que vale la pena, aparece en el paso 10: ‘Cuando nos equivocamos, lo admitimos de inmediato’”. Pero el perdón no es suficiente para los calvinos que mutilan torticeramente el “Padrenuestro”. Dios nos guarde. Y salve al Rey del Terror.