Una vez que el vaso se ha desbordado no hay vuelta atrás, pero la última gota, con desagües calculados y un mínimo ajuste del flujo de agua, puede tardar años en caer, con una progresiva insensibilización social que extrae toda fibra sensible de una sociedad que alborota pero que se apacigua con los mecanismos de siempre: la autojustificación, el humor, el cierre de filas y la evasión reconfortante.
A estas alturas del curso, quien más, quien menos, estamos agotados. Yo, en particular, afectada por dolencias menores y por preocupaciones mayores, me he quejado en varias ocasiones del esfuerzo inútil de muchas personas de los sectores cultural y docente que se extenúan estos meses, como por otra parte hacen muchos trabajadores sujetos a temporadas altas y a jornadas inacabables. Para mi sorpresa (no soy alguien que busque el conflicto, ni mucho menos lo provoque), me han pedido que no sea negativa. Que no juegue a ser iconoclasta. Que busque, si lo deseo, una terapia con la que analizar por qué me siento así, que lea tal libro, medite o me libere de esos pensamientos, que solo atraen más oscuridad y no aportan nada bonito a mi mundo.
La industria de la autoayuda –que incluye desde coaches vitales hasta gurús digitales y una retórica del optimismo obligatorio– ha logrado despolitizar el malestar. Lo que antes se leía como angustia social, precariedad o alienación, ahora se disuelve rápidamente con etiquetas: el cansancio vital que exigen las condiciones en las que nos movemos es, amigas, algo estrictamente privado, que se añade a la culpa que acarreamos ya por otros pecados de la productividad y que debe resolverse como un problema particular. Pídele al universo, mientras tanto, que te envíe herramientas de sanación mientras se recortan tus derechos, o invoca a tus guías espirituales mientras se regatea la ayuda a una víctima de violencia machista.
No es nueva la tensión entre espiritualidad y compromiso, pero lo que hoy se nos presenta como nueva espiritualidad no es otra cosa que una forma algo burda, pero envuelta en colorines, de la vieja y buena evasión de siempre. Ora, pide, espera. Una renuncia disfrazada de autoconocimiento femenino que se ceba en especial en las mujeres que buscan, hastiadas de lo convencional, una aproximación diferente a los eternos problemas. Ese repliegue deja intacto la necesidad de que nuestro yo sea el centro de la existencia, y aleja a las mujeres de toda posibilidad de transformación estructural. Si estás mal, el problema eres tú: tu vibración baja, tu narrativa limitante, tu trauma no sanado. Tu madre, por supuesto. No se cuestiona el sistema que te oprime, sino tu capacidad de lidiar con él.
De hecho, ¿hay un sistema que te oprime? ¿No puede ser la cuadratura de Saturno con tu sol natal, una configuración tramada por el universo en exclusiva para ti, de manera que todo esto que ocurre gire en torno a tus preocupaciones, tus límites, tu versión de la historia?
Así se patologiza la insatisfacción legítima. El pensamiento crítico se convierte en negatividad, y la rabia disuelta –ese motor imprescindible para defendernos– se decanta hasta disolverse. Quién necesita un supervisor cuando tantas de nosotras nos explotamos con entusiasmo. Y mientras tanto, las condiciones materiales no cambian, solo se hace más hondo el pozo donde las emociones se entierran, se perdonan y se dejan ir en nombre del crecimiento personal.
Y, en paralelo, asistimos a fenómenos que rozan la farsa: esta semana, mientras volvían a circular los audios del caso Koldo, con su tono de burdel de carretera, lo que se activó no fue la empatía ni la vergüenza, sino la risa condescendiente: grosera, condescendiente, salpicada de clichés sobre amigas, señoritas y otros eufemismos. La risa lo desactiva todo. Las frases en sí han generado muchos memes, muchos chistes, algunas declaraciones parlamentarias pero no han desplazado ni un milímetro las condiciones en las que viven miles de mujeres prostituidas. No han promovido un debate serio sobre el proxenetismo institucional, ni una investigación parlamentaria, ni una propuesta urgente para garantizar derechos, salidas, alternativas. Nada. La paradoja de que sea necesario, de todos, el voto del propio Ábalos para aprobar la ley de abolición de la prostitución ha sido el gran chiste final.
Samantha Villar, en su artículo de ayer para Artículo14, lo expresa con precisión quirúrgica: “Las mujeres prostituidas no tienen voz, y cuando la tienen, nadie quiere escucharla”. Ah, la incomodidad de mirar de frente una realidad estructural: España mantiene una red industrializada de explotación sexual que solo es posible gracias a la complicidad de políticos, empresarios y consumidores. Las mujeres prostituidas no importan, en realidad, a casi nadie. No resulta fácil integrarlas entre quienes están casadas con los puteros, entre quienes son ajenas por completo a su día a día o quienes han romantizado su existencia, entre quienes durante años han mantenido una diferencia clara entre las mujeres decentes y las perdidas. De los hombres en las instituciones ya sabemos lo que se puede esperar: y las mujeres no nos hemos demostrado mucho mejores. Ese sistema está blindado por el desprecio, caricatura y buenismo.
La espiritualidad sin justicia, igual que la sorna sin reparación, solo son formas de anestesia. Nos invitan a no sentir, o a sentir solo un bienestar privado. Mientras tanto lo público se degrada, lo colectivo se diluye, y el dolor ajeno se convierte en anécdota o espectáculo. La felicidad que se vende en los escaparates de la autoayuda no es un estado del alma, sino un producto de consumo: un espejismo emocional que desvía nuestra atención de todo lo que debería dolernos. Quizás, en este sálvese quien pueda emocional, la prostitución, la precariedad, la exclusión o la corrupción no sean temas especialmente cercanos. Pero la vida que nos abruma, el agotamiento constante, la pérdida de sentido, el tiempo que se desperdicia, el dinero que no llega o el reconocimiento rehuido son realidades que también requieren políticas, no mantras. Derechos, no aforismos.
La verdadera espiritualidad –si ha de tener algún valor– solo puede ser colectiva. No hay iluminación que no pase por lo común. Todo lo demás es un placebo emocional. Y mientras tanto, esa anestesia leve pero constante nos va apagando los nervios, el pulso, la urgencia. Respiramos con dificultad pero desde el diafragma. Respiramos, ah, como quien se acostumbra al gas.