Opinión

Abolir la prostitución, ¿sí o no?

Una trabajadora sexual con tacones y calcetines rosas
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El reciente escándalo de los mensajes entre Koldo García y José Luis Ábalos, en los que se referían al “reparto de mujeres” como si fueran objetos de intercambio entre hombres poderosos, ha reavivado un debate incómodo pero necesario: la prostitución y el lugar que ocupa en la sociedad. En este contexto, la discusión sobre su abolición cobra un nuevo sentido.

Quienes defienden la abolición insisten en que la prostitución no es una elección libre, sino el resultado de la pobreza, la desigualdad y la violencia estructural. Según informes policiales de diversos cuerpos y hasta del Parlamento Europeo, cerca del 90% de las mujeres que ejercen la prostitución están en situación de trata o explotación. Sin embargo, esta cifra es desmentida por organismos como la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), en Europa, que asegura que aproximadamente el 14% de las personas en prostitución han sido traficadas, y no el 90%.

Además, el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW) de la ONU ha señalado una obviedad: que si bien la trata de personas es una grave violación de los derechos humanos, no todos los casos de prostitución implican explotación o trata. Es importante reconocer que algunas mujeres ejercen la prostitución de forma voluntaria y que generalizar puede llevar a políticas que no aborden adecuadamente las diversas realidades del trabajo sexual.

Los sectores abolicionistas españoles sostienen que la prostitución no puede considerarse un trabajo más, sino una forma de violencia machista que debe ser combatida con leyes que penalicen al cliente, no a la mujer. Proponen además sistemas de apoyo y reinserción para que las mujeres puedan dejar la prostitución de manera segura y digna.

Pero el enfoque abolicionista tiene sus grietas. Muchas voces críticas señalan que, hasta ahora, no se ha acompañado de planes reales ni efectivos para ofrecer alternativas económicas viables. No hay prevención seria que evite que muchas mujeres acaben en la prostitución ni políticas públicas que acompañen a quienes deciden dejarla. Más aún, hay trabajadoras sexuales que defienden su decisión de ejercer libremente y que reclaman ser escuchadas, no rescatadas. Alegan que les permite ganar más dinero que otras ocupaciones a igualdad de formación, organizar sus horarios, conciliar mejor con la vida familiar y trabajar de forma autónoma, sin jefes ni relaciones laborales jerárquicas. La falta de regulación, paradójicamente, también les supone una menor carga impositiva, y en el mejor de los casos, pueden cotizar como autónomas.

El debate, por tanto, no puede reducirse a una mirada única. No todas las realidades encajan en el mismo molde. Hay quienes sufren explotación y abuso, pero también hay quienes reivindican su derecho a decidir sobre su cuerpo sin ser estigmatizadas. Y ese matiz incomoda tanto al feminismo institucional como a buena parte de la clase política.

En España, el PSOE ha liderado la propuesta abolicionista, con la ministra Ana Redondo a la cabeza, quien aspira a cerrar esta legislatura con una ley en esa dirección. Por su parte, partidos como ERC, Junts o la CUP abogan por una vía más garantista, que reconozca derechos laborales a quienes ejercen la prostitución voluntariamente y que diferencie claramente entre trata y trabajo sexual. Más País también defiende una postura “pro derechos”, enfocada en la protección sin criminalización.

Al final, el debate sobre la prostitución habla de muchas otras cosas: del poder, de la desigualdad, de los cuerpos de las mujeres, del papel del Estado y de lo que entendemos por libertad. No hay soluciones simples ni universales. Lo que sí parece urgente es escuchar a las propias mujeres afectadas, dejar atrás el paternalismo y construir políticas desde la complejidad y el respeto. Y a partir de ahí, que cada quien saque sus propias conclusiones.

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