Opinión

¿Cuándo hemos dejado de tolerar el desacuerdo?

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Charlie Kirk ha sido asesinado. No lo han silenciado en redes. No lo han cancelado en un debate. No le han sacado un titular tendencioso. Lo han matado.

Y este artículo no va de él. Va de lo que representa su muerte. Porque hoy es Kirk. Mañana puede ser cualquiera que diga algo que moleste, que incomode, que no encaje en el relato dominante. Da igual si tienes razón o no. Da igual si argumentas o provocas. Lo que no se tolera es que hables fuera de la línea editorial predominante en nuestra sociedad.

Hemos cruzado una frontera peligrosa. Y no parece que queramos volver atrás.

El mundo en el que vivimos se ha convertido en un lugar hostil y extraño, en el que discrepar es ahora un acto de riesgo. Un lugar en el que la libertad de expresión está secuestrada por la histeria colectiva, el señalamiento público y la criminalización del pensamiento libre. Ya no se discute con el que piensa diferente: se le tacha de enemigo, de peligro, de amenaza. Se le bloquea, se le censura, se le insulta… hasta que alguien da un paso más.

Y no, no es una exageración. No es “una excepción”. El asesinato de Kirk no es un rayo en cielo despejado: es el siguiente paso lógico en una sociedad que lleva años aplaudiendo la intolerancia selectiva.

¿Queríamos un ejemplo de lo que pasa cuando normalizas la violencia simbólica? Aquí lo tenemos. El debate se ha vuelto agresivo, y se entiende como un ataque personal. Las redes son una carnicería diaria. Los medios de comunicación, los primeros en repartir palas para cavar trincheras. Y en medio de todo eso, un chico de veintipocos; quizá un fanático, quizá un soldado ideológico, quizá un simple perturbado que se cree con derecho a impartir justicia, aprieta el gatillo. Y aquí no ha pasado nada.

Porque si al muerto no lo consideras “de los tuyos”, entonces el crimen se vuelve anecdótico. Justificable, incluso. Lo hemos visto: basta con bucear cinco minutos en X para encontrar hasta mensajes celebrándolo. ¿De verdad estamos tan rotos?

Erika, la viuda de Charlie Kirk

¿Y sabéis qué es lo más triste? Que a veces da la sensación de que ya ni siquiera nos sorprende. Que vivimos tan anestesiados por la polarización, tan acostumbrados a odiar, que la muerte del otro, del que piensa “mal”, nos parece una consecuencia predecible. Una anécdota más. Un tuit.

Pero esto no va de derecha o izquierda, por muy poco que haya tardado Trump en convertirlo en una guerra ideológica. Va de decidir si queremos vivir en una sociedad donde la discrepancia es legítima, o en una donde el que habla fuera del guion termina silenciado a la fuerza. Porque si solo puedes expresarte cuando estás en el bando ganador del relato, eso no es libertad: es miedo.

Charlie Kirk - Internacional
El activista Charlie Kirk dando una conferencia.
EFE

Y el miedo ya lo tenemos metido en vena. Miedo a opinar. Miedo a disentir. Miedo a que te tachen, a que te linchen, a que te etiqueten. Miedo a perder el trabajo, el prestigio o, en última instancia, la vida. Solo por decir lo que piensas. Porque no sabes cómo se lo va a tomar el de al lado.

No deberíamos tener miedo a discrepar. Deberíamos tener miedo a vivir en un mundo donde discrepar es una amenaza. Si seguimos aplaudiendo a los que convierten cada conversación en una guerra, a los que viven de incendiar y enemistar, la idea de que podemos pensar distinto sin matarnos – un básico de la vida en democracia – se va desangrando.

Ha muerto una persona por decir lo que pensaba. Y si eso no nos estremece, es que hemos perdido el norte.

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