Opinión

La mitad del mundo

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En Madrid, en pleno corazón del viejo imperio, se abre estos días una exposición que nos mostrará, junto con el arte, un espejo. Más de cuatrocientas piezas, llegadas desde comunidades indígenas de México, se mostrarán en espacios como el Museo Arqueológico Nacional, el Thyssen-Bornemisza o el Instituto Cervantes. Se llama La mitad del mundo. La mujer en el México indígena, y no podría tener un título más certero: porque, además de bordados, cerámicas, objetos rituales o fotografías, nos obliga a observar —con la incomodidad de quien reconoce un olvido— la parte de la humanidad que llevamos siglos relegando al olvido.

Pero no se trata solo de rescatar un legado artesanal. Lo que aquí se expone es una genealogía femenina que ha sobrevivido a la colonización, al desdén académico y a la idea occidental de que el arte comienza cuando se firma con un nombre. Las mujeres que tejen, tallan, pintan o modelan la tierra en esos pueblos nunca pretendieron ser artistas: intentaban seguir vivas, conservar la memoria y mantener el orden de su mundo.

Esta muestra logra devolverles voz, y hacerlo en la capital del país que un día se proclamó su conquistador. No servirá como una reparación —las heridas coloniales no se suturan en vitrinas—, pero sí un gesto de reconocimiento, una forma de recordar que la historia universal es, en realidad, una historia fragmentaria, escrita con tinta vertida por hombres y silencios de mujeres.

La belleza de las piezas expuestas no reside solo en su forma. Está en la continuidad: en saber que esas manos, las que trenzaron fibras o dieron forma al barro, son herederas de una línea ininterrumpida de mujeres que se aferraron a la vida cuando sus templos caían y sus hogares ardían. Las llamamos artesanas porque el lenguaje del poder necesita jerarquías, pero lo que ellas practican es arte en su sentido más original: una creación ligada a lo sagrado, a la supervivencia y al ritmo del universo.

En un tiempo en que la cultura se mide en términos de mercado, esta exposición plantea una pregunta incómoda: ¿cuándo decidimos que lo valioso era solo lo que se podía vender? Las mujeres indígenas mexicanas, a través de su arte cotidiano, muestran otra forma de riqueza. Cada bordado, cada patrón simbólico, cada figura tallada en piedra, es una conversación entre generaciones, una red de conocimiento que ha resistido siglos de desdén.

Resulta significativo que esta muestra llegue a Madrid en 2025, en un país que todavía debate sobre su pasado colonial y sus herencias simbólicas. Mientras algunos siguen obsesionados con los viejos discursos de la culpa o la conquista, estas mujeres ofrecen otra lección: la identidad no se defiende con gritos, la memoria no es una trinchera, sino un tejido. Ellas no reclaman venganza ni disculpas, sino que se las escuche, que se las vea. Y quizá eso sea lo más difícil, escuchar sin la arrogancia del que se cree el centro del mundo. Escuchar lo que la mitad del mundo tiene que decir.

Esta exposición no trata solo de México. Habla también de nosotras, de las mujeres que crecimos en un sistema que aún nos enseña a pedir permiso, que valora la competencia más que la cooperación, y que confunde el progreso con la desconexión de la tierra. Frente a esa lógica depredadora, la mirada de las creadoras indígenas ofrece una alternativa radical: cuida, sostiene, fantasea, recuerda. No hay nada más político que eso.

En el fondo, el arte femenino —de cualquier época o geografía— comparte una misma pulsión: mantener vivo lo que podría desaparecer. En eso consiste la auténtica revolución estética y moral de estas mujeres. Nos muestran que la creación no supone un lujo, que el color y el símbolo se convierten en herramientas de supervivencia; que la belleza, cuando nace sin pretensiones, cuando surge del dolor o de la pobreza, adquiere una verdad que ningún museo puede domesticar.

Quizá por eso La mitad del mundo no es una exposición que se pueda entender únicamente con los ojos, sino con la conciencia. No invita a un silencio admirativo. Al contrario, nacen de ella todas las preguntas: ¿qué queda hoy de esa sabiduría ancestral en nuestras vidas? ¿Qué hemos perdido al romper el vínculo entre arte y comunidad, entre arte y cuerpo?

Tal vez el futuro de la cultura —si es que aún podemos soñar con uno— dependa de aprender esa lección: que el arte no está en el mercado, ni en las subastas, ni en las academias, sino en los detalles perdidos. En un telar, en una vasija, en un canto. En la mitad del mundo que seguimos sin mirar.

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