Opinión

Dos trileros y una Alianza

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Comenzamos la semana con la voltereta humidificadora del cambio de hora de un Pedro Sánchez que lucía chalequillo a la manera de los Peaky Blinders y la terminamos pendientes de lo que hará el lunes Junts. Dijo Miriam Nogueras en el Congreso de los Diputados que el melón que realmente había que abrir es el de la hora del cambio. Hace mucho tiempo que este Gobierno estancado está arrancándole horas a un segundero que lleva meses parado, a la espera de que alguna de las placas tectónicas sobre las que ha edificado la gran farsa de esta legislatura salte por los aires.

Hay quienes dicen que esta es la de verdad, que esta es la buena, que aquí se acaba el recorrido y el gran bulo del somos más. Eso hay que verlo. Al otro lado de la mesa tenemos sentado a Carles Puigdemont, al prófugo de la Justicia, alguien que compite con el presidente del Ejecutivo en las artes del trilerismo. Ese es el verdadero problema, que todo esto que estamos padeciendo está sustentado en un pacto entre dos tahúres, en un acuerdo entre dos hombres sin palabra, con un concepto de la política personal. Puigdemont sabía que Sánchez no iba a cumplir su palabra nunca, que esa reconstrucción y ese proceso de concordia que tanto ha cacareado no era más que una argucia para seguir con la bata de cola puesta. Ambos se han beneficiado de las posiciones precarias de cada uno y han decidido que sus caminos debían confluir.

¿Qué es lo que ocurre? Que mientras Sánchez ha tenido la capacidad de engañar a su electorado y colarles en esa mezcolanza progresista a una formación que sobrepasa lo reaccionario como es Junts, un partido con ideas más próximas a las de Vox en temas como inmigración, los otros, los amarillos, no han conseguido que a sus partidarios les siente del todo bien estar siendo los pagafantas que han mantenido a pulso el giro hacia la izquierda más recalcitrante e inocua de un PSOE cuya primera y única motivación era arrinconar y dejar en el ostracismo a Sumar y a Podemos.

¿Qué ha pasado? Que mientras Sánchez ha ido aglutinando adeptos a la izquierda de la izquierda, Puigdemont ha ido perdiendo seguidores en su caladero independentista conservador. ¿Por qué? Porque mientras Puigdemont, con sus siete votos, ha permitido a Sánchez hacer el cafre y resistir, colocándose como la gran bestia negra de lo que él llama fachosfera, dejando en la irrelevancia a todos los actores políticos a su izquierda, Puigdemont ha sufrido un fenómeno inverso: ha visto crecer a su derecha a un monstruito que cada vez tiene más fuerza y proyección, un monstruito llamado Alianza Catalana que les ha comido completamente la tostada y les ha robado la cartera.

Por eso, quizás, esta vez sí que suene más realista el movimiento de Puigdemont, porque parece que no lo motiva el intento de chantaje a Sánchez para tratar de mejorar su situación personal y judicial, sino que, a todas luces, viene impulsado por el miedo a perder en manos de Silvia Orriols su hegemonía en el espectro político en el que reinaba en Cataluña. Orriols ha utilizado la posición contra natura que había adoptado su adversario al haberse convertido en la colchoneta de la izquierda española, y también catalana, para abrir una brecha con un discurso disruptivo e inflamado con el que mucha gente joven y no tan joven ha conectado.

Este contexto es el que hace que cambie la película con respecto a otros faroles de ruptura que hemos vivido con anterioridad. Esta vez sí puede que se haya tensado la cuerda demasiado, porque Junts haya caído en la cuenta de que su funambulismo haya llegado demasiado lejos, que el coste en votos que le supone la estrategia marcada hasta ahora vaya camino de ser irreversible. Ya no operan como los outsiders y los rebeldes que tienen a la nación española a merced de sus caprichos. Ahora, por obra y gracia del empuje y el sándwich entre ERC y la flamante Orriols, se han convertido, a ojos de la sociedad catalana, en los perritos falderos de un presidente acorralado por la corrupción que, además, los tiene engañados, dándoles migajas para que continúen en el redil, dejándoles espacios para que preformen sus pataleos huecos que siempre quedan en eso, en rabietas infantiles y vacías.

De ahí que pueda pensarse que este golpe encima de la mesa que se supone que van a dar el lunes vaya más allá. No por un ataque de dignidad ni de amor propio, no por convicción ni por un arranque de orgullo nacionalista, sino por purita necesidad, por tratar de controlar los daños y salvar los muebles. Todo puede ocurrir con dos trileros jugando una partida de póker en la que no solo hay muchas cartas bajo las mangas raídas, también hay conejos famélicos en las chisteras. Pero esta vez, en esta ocasión, tenemos un actor que quiere pegarle una patada a la mesa y robar todas las fichas. Vamos a ver qué pasa. El crupier viene advirtiendo desde hace rato de que se está quedando sin cartas para repartir. Y a los jugadores ya les quedan pocas cosas por empeñar…