Opinión

El engranaje

María Jesús Güemes
Actualizado: h
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Tengo una foto en la que se me ve en brazos de mi abuelo mirando por la ventana. Estábamos en Málaga y en la calle soplaba un viento fuerte. Ambos observábamos sorprendidos cómo se mecía un sauce llorón que teníamos delante de casa. En aquella imagen aparece con boina y chaqueta de lana. Está sumamente delgado, tanto que se le marcan los pómulos. Yo era pequeña y recuerdo pocos detalles más, pero siempre he pensado que en aquel momento se tenía que haber detenido el mundo. Esa escena resumía nuestra relación: él estaba ahí para protegerme y yo le veneraba.

Los abuelos nunca fallan y hay que reconocer que, en los tiempos que corren, muchas personas no podríamos salir adelante sin su ayuda. La mayoría de las veces son ellos los que se ocupan de ir a recoger a los niños al cole, los que les dan la merienda, los que les acercan al médico, los que se encargan de entretenerles cuando llega el verano y los padres no pueden… La lista de tareas es interminable. Y lo hacen sin pedir nada a cambio. Lo hacen con un amor infinito.

El otro día leí el informe que ha sacado Aldeas Infantiles SOS coincidiendo con la conmemoración del Día de los Abuelos y me detuve ante la rotundidad de las cifras. En España, el 85% de los abuelos participa en el cuidado de sus nietos en algún momento, casi la mitad (46,7%) lo hace de forma habitual y el 28,6% realiza esta labor diariamente mientras sus hijos trabajan. El estudio sostiene que apenas existen diferencias de género para realizar esta tarea y que el promedio de tiempo dedicado a ella es de 16 horas semanales.

La presencia de los mayores sólo aporta beneficios. Entre otras cosas, favorece el desarrollo cognitivo y el bienestar emocional de los críos. Pero es que, encima, el provecho es recíproco. Ellos también disfrutan del vínculo intergeneracional. De esa forma se sienten útiles, activos y satisfechos. Siempre que no se abuse, claro. Es la mejor fórmula para combatir la soledad no deseada y desterrar el edadismo.

Los abuelos son experiencia, sabiduría y picardía. Son el engranaje de una familia. Son como un chocolate caliente que siempre reconforta. Son la palabra de aliento, el guiso sabroso, el beso en la frente y la mano arrugada más bella del universo. Durante toda la vida recordaremos sus enseñanzas. Desde luego yo no olvido las que me inculcó el mío cuando pasábamos horas en su despacho, una habitación recubierta por tres paredes forradas de libros.

Sobre la cuarta reposaba un viejo sofá destartalado de tanto uso. Allí se encerraba él a recortar las noticias que le llamaban la atención de los periódicos. En ocasiones, me plantaba en el suelo entre sus piernas y oía su carcajada mientras me salpicaba con una lluvia de papelitos en blanco y negro. Luego se dedicaba a pegar los artículos con esmero en un tomo y los repasaba cuidadosamente con el dedo como si fueran un preciado tesoro. Todavía guardo algún cuaderno. Me dejó muchos recuerdos. Eso y las historias que me contaba. No lo idealizo. Sin duda, lo más valioso de su legado son los valores que me transmitió.

Ahora miro a mis hijos y estoy tranquila porque sé que también cuentan con un pilar fundamental a su lado. Gloria Fuertes tenía un poema en el que decía: “Mi abuela Mariana me enseña canciones, me ayuda a estudiar, dice poesías, solemos jugar (…) Mi abuela Mariana, de paja el sombrero, el traje de pana. Mi abuela Mariana no parece abuela, me parece un hada”. Ellos ven igual a la suya y siempre llevarán en su interior un cachito de su enorme corazón.

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