La igualdad es algo que muchos reclaman y defienden, pero que pocos practican en la política. No me refiero a las cuotas o las listas cremallera, sino a la igualdad real: en el juicio, en el “qué se espera” y el escrutinio público sobre tus actos.
En mi otra vida, durante los años que dediqué al ejercicio de la política activa, pude vivir algunas situaciones incómodas, preguntas impertinentes y juicios poco profesionales.
¿Sentí discriminación por ser mujer? En la organización de la que formé parte, no. Pero sí que pude comprobar que en el entorno reinaban ciertos patrones arcaicos y prejuicios que vinculaban la apariencia con elementos como, por ejemplo, la capacidad intelectual o la solvencia profesional.
Sorprendía ver a periodistas declarados progresistas y de izquierdas no dudar ni un segundo en formular una de las preguntas más habituales que me hicieron –y a muchas de mis compañeras, también– durante aquellos primeros meses: ¿Has pasado un casting para entrar en Ciudadanos? ¿Es cierto que las mujeres del partido deben superar un casting para entrar en listas?
Parecía que la apariencia era algo que condicionaba los méritos de las mujeres en posiciones de dirección, o al menos es lo que se insinuaba en las preguntas y comentarios en medios, foros digitales y redes sociales tras alguna intervención pública. Algunas opiniones, muy despreciables en general hacia las mujeres.
La última vez que me preguntaron aquello del casting, cuestioné al periodista si le había formulado esa misma cuestión al diputado que entrevistó el día anterior. Se hizo el silencio. A partir de ese momento, nunca más escuché esa cuestión.
Entendiendo esas situaciones como anécdotas, pero nadie puede negar que existe mucho más crítica con la apariencia de las mujeres en política que con los hombres. Y no hablo solo de estética, sino de prejuicios mucho más arraigados; como si la manera en la que nos vemos o vestimos esté relacionada con nuestra capacidad profesional o intelectual.
La edad es un factor clave también a desarrollar, puesto que la juventud en las mujeres parece ser lo opuesto a la solvencia, lo que hace que te recomienden en ocasiones cosas como el ponerte americanas o cierto tipos de vestimenta, hasta que se te conozca más, y tu perfil tenga más solvencia.
Hace pocas semanas pudimos ver en la red social X el lamentable comentario de José Luis Ábalos a Noelia Núñez, diputada del Partido Popular. El exministro cuestionaba sus méritos de la manera más asquerosa posible, sobre todo después de conocer los cuestionables entretenimientos del todavía diputado.

Lo más fácil, y aún más en política, es el juzgar a priori por la edad o la apariencia de una persona. Un juicio que no conoce de ideologías y que proviene, generalmente, de personas de dudosa ética. “¿Has visto cómo va vestida?”. “¿Crees que tiene alguna intervención estética?”. “Mírale el pelo, por favor”.
Hace algún tiempo y cuando ya estaba fuera de la vida pública, escuché a un grupo de diputados de diferentes partidos –progresistas todos, en este caso– referirse en tono jocoso a la apariencia de una diputada de signo contrario, como si tuvieran licencia para juzgar al adversario por el simple hecho de serlo, por su apariencia, por su atractivo, o por lo que fuese. Porque, claro, ninguno de ellos se atrevería a repetir esas expresiones sobre una mujer de su propio partido en público, puesto que en privado, no nos salvamos ninguna.
Es imposible dejar de apuntar también nuestra exigencia hacia otras mujeres, que en ocasiones puede provocar situaciones tanto o más crueles e hirientes que las que cualquier hombre pudiese establecer. Y no me dejan de sorprender, todavía hoy, esas líderes políticas que lanzan una cruzada en contra de los piropos y los “micromachismos”, cuando en su casa sus líderes y compañeros tendrían que ser reeducados en profundidad.
Lo cierto es que sí, se exige más, se critica más y se subestima más la capacidad de las mujeres. Queda mucho por avanzar en las entrañas de la política española, porque los que más hablan son los que, precisamente, más tendrían que callar. Por suerte, no todos se comportan de la misma manera y cada vez hay menos de esos reductos repugnantes.
El gran casting sí parece haber llegado a la política hace ya un tiempo, pero no por una cuestión de belleza; sino por detectar y seleccionar la mayor cantidad de mediocres que, en la vida real, poco tendrían que aportar.