El #MeToo ha llegado, por fin, al Ejército español. Era cuestión de tiempo que la ola de testimonios que empezó en Hollywood rompiera también los muros de silencio más altos del Estado: los cuarteles. Lo que sí sorprende es que, ante la avalancha de denuncias, la ministra de Defensa, Margarita Robles, no haya dado un paso al frente.
Robles ha estado al frente del Ministerio de Defensa desde 2018. Siete años en los que el acoso sexual dentro de las Fuerzas Armadas no solo ha persistido, sino que se ha invisibilizado sistemáticamente. Las denuncias han sido ignoradas, el anonimato de las víctimas ha sido vulnerado y las represalias han recaído sobre las víctimas. Según un informe del Observatorio de la Vida Militar, entre 2016 y 2022 se registraron 219 denuncias por acoso sexual en las Fuerzas Armadas, lo que dio lugar a 269 procedimientos —112 penales y 157 disciplinarios—. De estos, solo el 16,23% (31 casos) concluyó con una sanción o condena.
Las Unidades de Protección frente al Acoso (UPA), creadas en 2016 con el objetivo de ofrecer apoyo y protección a las víctimas de acoso sexual dentro de las Fuerzas Armadas, son una calamidad. El protocolo que el Ministerio defiende con orgullo no ha servido para proteger ni acompañar a las víctimas. Al contrario: muchas mujeres lo denuncian como un trámite que las expone al agresor, a pesar de que la ley expresa que la identidad de las denunciantes debe mantenerse en secreto.
Lo más doloroso es que muchas de estas mujeres no solo se han enfrentado a sus acosadores, sino a toda la estructura que los ampara. A compañeros que en el mejor de los casos les enviaron un whatsapp de apoyo y en el peor, les dieron la espalda y mandos que las tacharon de problemáticas. Las mujeres que se han atrevido a denunciar han sido castigadas con aislamiento, pérdida de destino, desprestigio e incluso bajas psicológicas. Mientras tanto, los agresores han seguido con sus carreras intactas. Esta es la realidad que se quiere esconder detrás del discurso de la disciplina y el honor.
Ellas resisten. Algunas han dejado el Ejército con secuelas físicas y mentales. Es el caso de la Capitán Cebollero quien, ya fuera del cuerpo, ha conseguido que el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo admita a trámite su caso, y sólo lo consiguen un 3% de las denuncias presentadas. Otras víctimas siguen dentro, tragando saliva cada día. Lourdes Castellanos, Cristina Valdearcos, y centenares de mujeres militares que claman en redes sociales , o la tristemente célebre Zaida Cantera, quizás se estén preguntando si valió la pena denunciar.
Porque el enemigo de estas mujeres militares duerme en el cuartel, viste el mismo uniforme y manda sobre ellas. Ese enemigo, el acoso sexual institucionalizado, lleva años operando con total impunidad mientras el Ministerio mira hacia otro lado.
El movimiento #MeToo del Ejército, impulsado por Aurora G. Mateache y Artículo 14, ha puesto nombre y rostro a esta realidad silenciada. Han abierto un buzón de denuncias, han llevado sus testimonios al Congreso y han expuesto la falta de respuesta efectiva por parte del Ministerio. ¿Y qué ha hecho el Ministerio de Defensa? Declaraciones genéricas en defensa del protocolo y ninguna medida concreta de impacto.
Las víctimas siguen siendo tratadas como problemáticas. Los agresores, como casos aislados. Y la jerarquía militar, como intocable. Margarita Robles debe reconocer que su gestión no ha sido suficiente, que el protocolo es ineficaz, que se necesita una reforma estructural, crear unidades externas al mando militar para gestionar las denuncias. Garantizar la protección y anonimato de las denunciantes. Revisar la formación en igualdad desde la base. Establecer mecanismos de seguimiento reales y transparentes. Y, sobre todo, escuchar a las mujeres que han vivido el acoso en primera persona. Ellas tienen más claro que nadie lo que falla.