Opinión

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María Jesús Güemes
Actualizado: h
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El sábado fui a ver Poeta (perdido) en Nueva York en el centro Fernán Gómez de Madrid y salí de allí con una pequeña cartulina mostaza entre las manos. La expulsó de su interior una de esas máquinas de feria que te leen el futuro o te conceden deseos. Los organizadores la pusieron en la entrada para crear un ambiente un tanto mágico.

Al llegar te daban una moneda de juguete y te pedían que la echases en la ranura para ver qué te iba a deparar el destino. En mi tarjeta ponía lo siguiente: “Aun andando por un paisaje de esponjas grises y barcos mudos, veremos brillar nuestro anillo y manar rosas de nuestra lengua”. Son versos de Ciudad sin sueño (Nocturno del Brooklyn Bridge), uno de los poemas que escribió Federico García Lorca durante su estancia en la Gran Manzana.

El mensaje me gustó. Me pareció delicado. Desprendía esperanza. Tal vez era lo que necesitaba leer en ese momento. No sé si hubo gente que se dejó sugestionar por la situación o si, nada más salir, lo tiró a la basura. Yo lo he guardado.

No era el único fragmento. Se repartieron muchos. Cada persona recibía uno y lo interpretaba a su manera. Al ver los de mis amigas, me costó encontrarle sentido a alguno de ellos. No es extraño que eso ocurra. La mayoría de las veces nos falta el contexto en el que se desarrollaron las composiciones de Lorca y su contenido resulta, sin duda, bastante complejo.

Ian Gibson dice que al autor granadino no hay que entenderle, sino amarle. Y algo de eso hay en todos aquellos que seguimos buscando los trazos de su ingenio en cualquier formato que nos presenten. En esta ocasión, una obra de teatro dirigida e interpretada por Jesús Torres que nos traslada a una etapa en la que Lorca se buscaba a sí mismo.

A través de él reconocemos al escritor yéndose a América en barco. La idea no era aprender inglés, sino más bien quitarse al escultor Emilio Aladrén de la cabeza. Allí se encontró con una ciudad caótica golpeada por el crack de 1929 y se refugió en el corazón de Harlem. Fue una época convulsa en la que se conjugaban sus ansías de libertad con el miedo a lo desconocido. Todo parece indicar que cuando la Institución Hispano Cubana le propuso una visita a La Habana, su grado de saturación era tal que agradeció dar con una escapatoria. Se volvió con 35 poemas y una mirada transformada para siempre.

Todos los que han estudiado su trayectoria aseguran que ese viaje tuvo en él un gran impacto. De hecho, en el folleto de la representación recuerdan que el Federico que regresó fue otro, como él decía, “completamente nuevo, envuelto en papel de regalo”.

Esas últimas palabras llamaron mi atención y, por eso, al volver a casa quise seguir indagando en su interior. Así, fui a rescatar su libro de la estantería y lo repasé con otros ojos. En su día, me lo tuve que empollar para un examen. Es muy distinto abordarlo con calma y conociendo algunos detalles. Ahora soy capaz de percibir su desolación.

Pese a su aparente alegría, vivía una depresión. Y, con ello, nos recuerda a todos que caminamos por un fino alambre donde la locura y la razón echan pulsos cada día. Nos vemos como él tratando de encontrarle un sentido a la vida, intentando atrapar algo que cuando parece que ya estás a punto de rozar con las yemas de los dedos, se aleja de nuevo y se pierde en el infinito. Hay quien lo alcanza y quien da vueltas sin cesar, agotado de sí mismo y hartando a quienes le rodean. Ese desasosiego existencial se extiende también en nuestros días. Puede que el fondo sea distinto, que varíen las causas y las consecuencias, pero los poemas de Lorca son la voz interior de muchas personas que no encuentran su sitio.

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