Mosen Pierres el Joven fue un noble de mi pueblo, Peralta, Navarra, que en el siglo XV mandó asesinar al obispo de Pamplona, Nicolás de Echávarri. El pecado del obispo fue apoyar a una facción distinta a la que respaldaba el noble en aquel convulso siglo XV en Navarra, y la penitencia que se le impuso, como no podía ser de otra manera, fue la excomunión.
Cuenta la leyenda que Pierres viajó entonces a Roma para buscar la absolución, pero no encontró obispo o cardenal alguno que quisiera concedérsela. El noble decidió entonces intentar engañar al mismo Papa. Un día que el Pontífice iba paseando cerca del Tíber contempló cómo un hombre se tiraba al río. Sus criados comenzaron a pedir al Santo Padre que le diera la absolución por si se ahogaba. El Papa se acercó entonces y dijo: “yo te absuelvo, siempre que no seas Mosen Pierres de Peralta”. Hasta Roma llegaba la desconfianza hacia el navarro.
Traigo esta historia a colación porque, si algo caracteriza a la España de hoy es precisamente la desconfianza, desconfianza entre los grandes partidos que son incapaces de llegar a grandes acuerdos de estado; y desconfianza de los ciudadanos hacia sus políticos. No es que antes nadie mintiera, sería iluso pensarlo, pero ahora la mentira se ha instalado en el ADN de muchos dirigentes. Lo preocupante es que eso ya ni siquiera les penaliza. La polarización política ha llegado a tal extremo que mucha gente perdona la mentira simplemente porque sirve para que el contrario no llegue al poder.
En julio de 2012, en plena crisis del euro, el entonces presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, dijo que harían “lo que hiciera falta” para salvar el euro. Ese famoso “whatever it takes” se ha convertido en el mantra de muchos para aferrarse al poder. El problema, en nuestro caso, es la credibilidad que se pierde en el camino cuando eso se hace a costa del sistema democrático. La democracia nunca hay que darla por hecha, hay que cuidarla y, sobre todo, respetarla, no manosearla al albur de espurios intereses electorales.
Mi bisabuelo luchó en la primera guerra de Cuba, la que acabó con la llamada Paz del Zanjón, y luego fue diputado por Santiago de Cuba. Durante la contienda, arrestaron a José Maceo, hermano de Antonio Maceo, uno de los cabecillas de los llamados insurrectos. José fue trasladado a España y estuvo en varias cárceles, y desde ellas mantenía una relación epistolar con mi bisabuelo. En una de las cartas que conserva mi familia, José Maceo, le saludaba respetuosamente y le pedía perdón porque había traicionado su confianza y se había fugado de la cárcel. Qué cosas, ¿eh?
El canciller Bismarck, ese al que se le atribuyen tantas frases como a Churchill, dijo en cierta ocasión que “nunca se miente más que antes de unas elecciones, durante una guerra y después de una cacería”. El problema, supongo, es cuando se miente a diario.