Ayer estuve en el cumpleaños de un amigo y, por primera vez, el tema de conversación principal fue el precio de los alimentos. Desde los que menos ganábamos hasta los que más, todos compartíamos el problema de tener que replantearnos toda la cesta de la compra. Comparábamos el precio de los huevos en diferentes supermercados o tiendas de barrio. El precio por kilo, la calidad de la pieza. Cuánto nervio tiene la ternera en este sitio, y cuánta agua tienen en este otro. Qué caro se ha puesto el carpaccio barato, y cuán a cuenta salen las legumbres. Uno dice que ya no come carne ni pescado, y otra cuenta que ya no consume refrescos. Situaciones que hace pocos años solo se daban en economías muy precarias.
Hoy leo un gráfico sobre lo que es clase media y me entristezco al ver que cada año soy más pobre (como todos los que me leéis, por otro lado). Me preocupo por mi futuro inmediato y me alivio al pensar que no tengo hijos a los que legarles mis deudas. En tal clima de descontento social podrían haber resurgido la idea del asociacionismo y la solidaridad, pero los grandes sindicatos se han encargado de que sepamos en qué se han gastado ese dinero que tan generosamente les ceden los gobiernos que les quieren controlados.
Con una población joven que se considera franquista, que piensa que el feminismo les quita derechos, o que llama “paguita” a cualquier ayuda social, es normal que los avaros nos lo quiten todo. El que paga impuestos es tonto, y el que no defrauda, idiota. A más pobres somos, más altavoces tienen los individuos que pregonan en lujo: viviendas de lujo, coches de lujo, mujeres de lujo (como bienes de consumo), comida de lujo, viajes de lujo. Pelucos, haygas, zapas, bolsos, masculinizaciones del rostro, blefaroplastias, chuletones con lámina de oro para comer.
Es preocupante cómo la respuesta popular a la precarización está siendo la ilusión por salir de la precariedad. Algo parecido debió pasar cuando las Nike y las Adidas se convirtieron en símbolo de estatus en los barrios bajos. La publicidad vendió la idea de que el escape es siempre individual, y nunca colectivo. Nos invitan a fijarnos en los que salen de esta rueda; nos invitan a soñar con el gordo de la lotería, pero nunca con la solución o la mitigación de los problemas. Es increíble que los gobernantes pretendan arreglar el problema estructural del machismo cuando son incapaces de conseguir que no aumente el precio de la docena de huevos.
Hace no tanto, las conversaciones sobre supermercados y precios por kilo eran para amas de casa, cocineros y cicateros. Las primeras por economía familiar, los segundos por celo profesional y los terceros por asegurarse el placer de gastar poco. No es normal que este tema de conversación esté en todas partes y a todas horas como si todos viviéramos en una novela de posguerra. Echo de menos los tiempos en los que no hablábamos todo el tiempo ni de política ni de dinero.


