Hay modas que sorprenden y otras que alarman. Entre vídeos de TikTok y frases lanzadas sin contexto, cada vez más chicas jóvenes repiten que en la España de Franco se vivía mejor. Lo dicen con la ligereza de quien hojea un álbum antiguo sin saber realmente qué dolor, que renuncias y qué silencios hay detrás de cada fotografía.
Desde la distancia histórica y la comodidad del presente, idealizan la vida de las mujeres durante el franquismo. Lo hacen sin haberla vivido, sin comprender las restricciones, los miedos y la obediencia obligatoria que marcaron a generaciones enteras.
“Cuando hoy en día las chicas jóvenes ensalzan el franquismo, solo demuestran su ignorancia”, afirma con contundencia María Ángeles Cabré, escritora y directora del Observatorio Cultural de Género. “Están diciendo lo contrario de lo que sucedió”.
Esa frase sirve como umbral para entrar en un mundo que algunos evocan con nostalgia, pero que estuvo sostenido por una arquitectura legal, moral y religiosa diseñada para someter a las mujeres. Todo lo conquistado durante la Segunda República –derechos, libertades, autonomía– se derrumbó tras la guerra civil. Aquellos avances desaparecieron de la noche a la mañana, sustituidos por un sistema que convirtió la obediencia femenina en norma y la desigualdad en ley.

Uno de los ejemplos más estremecedores se encuentra en algo tan básico como la capacidad de decidir sobre el propio cuerpo. “Una chica violada durante el franquismo no podía abortar bajo ningún concepto”, explica Cabré. Ni siquiera en los casos más atroces -violaciones intrafamiliares, abusos continuados, embarazos forzados- existía una vía legal para interrumpir la gestación. Hubo que esperar hasta 1985 para que el aborto se despenalizara en supuestos como la violación. “Imaginad las vidas de esas mujeres”, insiste la escritora. Basta imaginarlo para comprender la magnitud de un sufrimiento condenado al silencio.
Pero no era solo del cuerpo: también el corazón, los afectos y la vida íntima estaban férreamente vigilados por el Estado. El delito de adulterio -que recaía casi en exclusiva sobre las mujeres- se mantuvo vigente hasta 1978. Durante cuatro décadas, cualquier mujer que se enamorara fuera del matrimonio, incluso si su relación era infeliz o violenta, podía ser castigada penalmente y perder la custodia de sus hijos.

Mientras tanto, apunta Cabré, “sus maridos alegremente podían tener todas las relaciones sentimentales paralelas al matrimonio que quisieran y no les sucedía nada”. La ley, como tantas otras veces en la historia, no solo reflejaba la desigualdad, la consagraba.
El caso de la escritora Rosa Regàs ilustra con precisión qué significaba esa desigualdad en la vida cotidiana. Su madre, que se enamoró de otra mujer y decidió rehacer su vida en París, tuvo que enfrentarse a la ley franquista que la trataba como una delincuente moral. Aquella decisión, perfectamente legítima en cualquier democracia, la condenó a que solo podía ver a sus hijos una hora al mes, en una dependencia oficial de Barcelona y bajo estricta vigilancia. “Esa fue la infancia de sus hijos y esa fue la tristeza de esa madre”, recuerda Cabré.
Patronato de Protección a la Mujer
Una de las instituciones más desconocidas -y a la vez más aterradoras- de aquel engranaje represivo fue el Patronato de Protección a la Mujer. Creado en 1941 y vigente hasta 1985, su misión oficial era “rescatar” a mujeres consideradas moralmente desviadas: prostitutas, jóvenes rebeldes, chicas que desobedecían a sus familias o que mostraban disidencia política.
La realidad era muy distinta. “Más que de protección debía llamarse de desprotección. Allí sufrían verdaderas torturas”, explica Cabré. Chicas enviadas por sus propios padres, sacerdotes o jueces de menores, eran sometidas a castigos físicos y psicológicos destinados a “reeducarlas”, además de ser obligadas a realizar trabajos en condiciones esclavistas. Muchas abandonaban sus estudios al ingresar y jamás recuperaban la vida que habían dejado fuera.
No es casual que ahora, por fin, salgan a la luz testimonios de antiguas internas que narran el horror cotidiano: humillaciones, aislamiento, amenazas y un adoctrinamiento diseñado para extirpar cualquier asomo de independencia. Para Cabré, estas voces desmienten de forma contundente cualquier intento de idealización: “Querer mitificar el franquismo realmente es practicar el terraplanismo. Es negar la evidencia”.
La supeditación legal y social de las mujeres completaba la arquitectura opresiva. Una mujer no podía firmar un contrato laboral sin el permiso de su padre, hermano o marido. No podía abrir una cuenta corriente. No podía viajar sin autorización. Su movilidad, sus decisiones y sus ambiciones quedaban sometidas por ley a la voluntad masculina.
“Si una mujer tenía ambiciones profesionales, no podía trabajar si ellos decidían que era mejor que se quedara en casa”, explica Cabré. La vida femenina quedaba reducida a un espacio doméstico obligatorio, independientemente de su vocación o de su capacidad. Incluso para comprar una lavadora era necesario el visto bueno de un hombre.
Hoy, sin embargo, surgen discursos que romantizan aquellos años como si hubieran estado marcados por la estabilidad, la sencillez o una supuesta armonía familiar. Cabré lo achaca al desconocimiento: “Todo esto es lo que ignoran las chicas jóvenes que hoy ensalzan el franquismo y que, estoy segura, no querrían vivirlo”.
La nostalgia, cuando se construye sobre el desconocimiento, es peligrosa. Por eso urge llenar de historia los vacíos que hoy ocupan los mitos. Porque, como alerta Cabré, “esa fue la realidad del franquismo y no otra”.
Negarla es, sencillamente, una desfachatez, un insulto y una traición a la memoria colectiva.



