Hace una semana me dio un vuelco al corazón porque recibí una notificación que no me esperaba. De pronto, como si fuese cualquier otro mensaje, la pantalla de mi móvil se encendió y allí se podía leer el nombre y apellidos de un compañero que murió hace años. Supongo que la compañía telefónica reasignó su número a otra persona y esta se hizo de Telegram, con el consiguiente aviso. No lo he hablado con una buena amiga suya, pero imagino que a ella también le sucedería lo mismo y se sentiría invadida por la emoción.
A mí no es la primera vez que me pasa. Ya me ocurrió hace años con una vecina del edificio. Era una mujer bajita, muy detallista. Solía aparecer en nuestra casa con una sopa de fideos o con unas croquetas riquísimas que nos arreglaban la cena del niño. Nunca olvidó un cumpleaños. Terminó mudándose, pero seguía haciéndonos visitas puntualmente, casi siempre cargada de regalos.
Entonces, me enseñaba las fotos de su familia y hablábamos de política. Estaba muy informada. No se perdía un telediario. Y si, por una casualidad, un día, en el típico canutazo a un ministro, descubría que, al fondo, se divisaba mi flequillo, pues se ponía muy contenta y me mandaba un mensaje de inmediato: “Has salido en la tele. Ya eres famosa”. Hacía que te sintieras importante con sólo formar parte del decorado.
Por aquella época yo iba bastante acelerada y, en cierto sentido, ella me ayudó muchas veces a no perder la perspectiva. Me sacaba más de veinte años y lo veía todo con calma. “Mira, tú lo que tienes que hacer es irte al balneario de Archena”. Ese era su escondite favorito. Daba por hecho que allí desaparecerían todos mis males. “El estrés del pasado, del presente y del futuro”, me decía. Todavía no he podido comprobarlo.
La verdad es que nos llevábamos bastante bien, con nuestras charlas destartaladas. Aunque nunca me contó su historia de amor o su paso por una sucursal bancaria, donde trabajó hasta jubilarse. Se reservaba algunos detalles y, por eso, a veces me llegué a plantear si la conocía realmente bien. Creo que sí, que no hace falta saberlo todo de los demás. No es necesario para disfrutar de su compañía. Hay lazos familiares, relaciones de profunda amistad, conexiones inexplicables y vínculos únicos que no responden a una lógica. En ese cómputo reside la felicidad.
Volviendo a ella, un día me contó que estaba enferma y que la iban a hospitalizar. Pasó muchos meses aislada en una habitación. Había que entrar a verla con medidas de protección. Al principio, se tomaba conmigo un zumo de piña en tetrabrik y me contaba sus planes: “Cuando salga de aquí nos tenemos que ir a una terraza para ver desfilar a la gente”. Siempre le había gustado contemplar y comentar el zoo humano.
Con el paso del tiempo, sin embargo, la situación fue empeorando. El transcurso de las interminables horas la iba consumiendo. Su esperanza fue desapareciendo. Tampoco funcionaba ya ningún entretenimiento. Estaba harta de lecturas, series, podcast, música… Su mayor deseo era volver a casa y no se cumplió.
Un lunes me comentó que estaba mal y el miércoles siguiente no respondió a los WhatsApp. Supe lo que había ocurrido, pero me resistí a aceptarlo. Así que el sábado siguiente me planté en el centro sanitario. Habían cambiado el rótulo que figuraba en su puerta. Se lo comenté a una enfermera, pero no me podían facilitar información personal. Hasta un mes después no recibí la confirmación. Me llamó un familiar suyo para darme la noticia.
Ella dejó en mi casa una vieja bufanda naranja. Estuvo mucho tiempo colgada del perchero de la entrada. Esperaba que viniese a recogerla. Recuerdo que por aquel entonces miraba mucho nuestro último chat. Me parecía frío. Cómo me iba a imaginar que aquella iba a ser nuestra despedida. No quise eliminar el contacto. No se puede borrar lo que has querido.