Opinión

Tardes de verano

Actualizado: h
FacebookXLinkedInWhatsApp

La niña jugaba sola. Observándola, uno llegaba a la conclusión de que no necesitaba a nadie más para ser feliz. Llevaba unas gafas de bucear de color rosa que tapaban casi la mitad de su cara. Subió por la escalera de la piscina y se colocó en el borde desde donde se volvió a tirar, haciendo una especie de giro o baile, parecía que incluso cantaba en voz baja, aunque yo no podía escucharla.

Yo la observaba desde lejos. Una y otra vez salía y volvía al agua para salir y, de nuevo, tirarse al agua. Su juego era hipnótico para mis ojos. Yo era esa niña hace muchos años.

Siempre me gustaron las piscinas y me siguen encantando. Quizá porque me recuerdan aquella niña que fui, que a veces jugaba sola porque no necesitaba a nadie más si tenía una piscina para pasar toda la tarde, como la niña que yo miraba hipnotizada.

Y supongo que como la niña que se tiraba una y otra vez al agua, yo también me pasaba el tiempo suficiente dentro del agua para que mis dedos se arrugaran y cuando estaban muy arrugados descansaba fuera, tumbada al sol, hasta que los dedos dejaban de estar “garbancitos”, como los llamábamos entonces, para volver a zambullirme. Y aún recuerdo el pulpo gigante que estaba pintado en el centro de la piscina de mis abuelos.

La infancia y el verano

Quizá tenía razón Ana María Matute cuando decía que a veces la infancia es más larga que la vida. Cada uno atesoramos las tardes de verano de nuestra infancia de una manera. Para mí, las tardes de verano de mi infancia son tardes de piscina.

Como cada año, llegó el verano. Llegó el verano y llegaron las vacaciones del colegio. Tardes donde los niños se pasan horas y horas jugando. Niñas y niños que dan vueltas y vueltas dentro del agua o tiran objetos al fondo sólo para bucear y recogerlos. Parece un juego infinito carente de sentido y sin embargo para esos niños, en ese tiempo, es la felicidad plena.

“El hombre solo es un ser humano cuando juega”, escribió Schiller en la carta XVI de sus Cartas sobre la educación estética del hombre. Es en el juego donde el hombre es absorbido y se pierde la percepción del tiempo, igual que el niño que juega.

Quizá por eso estas tardes de verano, cuando nuestra mirada se cruza con un niño jugando, con la niña que yo veía jugar, nos vienen a la memoria aquellas tardes lejanas de nuestra infancia y sonreímos, quizá de manera imperceptible para el resto, porque volvemos a recordar cuando nos sentíamos así, cuando éramos como esos niños, cuando el tiempo era infinito.

Lo que uno ama en la infancia

Puede que las tardes de tu infancia no fueran tardes de piscina, quizá tú tenías pueblo, el pueblo de tus padres o de tus abuelos y tus tardes de verano eran tardes en el rio, en una poza, o quizá incluso la playa…

Lo que uno ama en la infancia se queda en el corazón para siempre, la frase de Rousseau, el filósofo francés que tanto valor otorgó a la niñez, me hace pensar que, si tuviste estas tardes en tu infancia, te siguen acompañando.

Quizá esta sea la razón por la que nos gustan las tardes de verano aunque no nos guste el calor, porque nos lleva de nuevo a aquellos lugares de nuestra vida ya transitados, que siempre nos acompañan, pero a los que no siempre prestamos atención, hasta que una niña, delante de nuestros ojos, juega en la piscina sola, feliz, y nos recuerda que nosotros, aunque no seamos niños, también podemos volver sentir que el tiempo no existe, o es infinito, y no necesitamos a nadie más para ser felices una tarde amable de verano.