Camino por la calle de Rodríguez San Pedro, a pocos metros de la plaza del Conde del Valle de Súchil –quizá no haya otra con un nombre tan largo en Madrid–, y me fijo en un ruinoso zigurat conformado por seis o siete libros que, sitos al lado de un contenedor azul, de los de reciclar papel y cartón, vaya, se pudren al sol, aliñados con un fluido como gástrico, humillados y tristes como un galgo abandonado en una noche de tormenta. La postal es habitual, al menos, en el Foro: rara es la biblioteca doméstica a la que no se le dé el garrote en una mudanza. Aquí todo cristo dice que lee, que el fomento de la lectura esto, que si la cultura lo otro, peeeero… Y en ese pero cabe un inframundo diseñado por Marie Kondo.
Camino por la calle de Rodríguez San Pedro, decía, y me conmuevo al distinguir en ese pequeño monumento fúnebre de celulosa un libro estupendo, rebosante de periodismo, humor y vida, de los que se graban en la memoria de uno in sécula seculórum. Es un volumen negro, ilustrado con la jeta del autor apoyada sobre un bastón, cubierto por una mancha viscosa y olivácea de vaya usted a saber qué. Sus bordes, más que desgastados, parecen mordidos por una barracuda. Qué lástima, rediós. Contemplo la profanación mientras brotan por mi sesera una consternación indignada y un sucedáneo gaseoso de ira contenida. Quién sería el fulano que se deshizo de una obra tan cojonuda y tan difícil de encontrar: lleva descatalogada desde la Guerra de la Independencia –es un decir, a ver– y sólo se puede adquirir, y a precio de oro, en unas pocas, muy pocas, librerías de segunda mano. Como dijera mi tocayo de Nazaret: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Toparse con Un reportero a la pata coja (Planeta, 1980), las extraordinarias memorias de Felipe Navarro, alias Yale, delante de un contenedor de basura es una cruel metáfora de lo que ha ocurrido con aquella gloriosa y canallesca caterva de maestros del periodismo que otrora pisaron el Olimpo y, desde hace décadas, malviven en el Hades del olvido. A muy pocos les suena el nombre del legendario reportero; en todo caso, sólo por ser el padre de la gran escritora –y también periodista– Julia Navarro.
A Yale le entró el veneno del periodismo en Córdoba, llegó a Madrid “con setenta y cinco duros en el bolsillo y una maleta en la mano” y triunfó en televisión, con su compadre Tico Medina, y en periódicos como Pueblo. Su director, Emilio Romero, lo definió como “un periodista que, cuando los demás llegan, él ya sale”. En Un reportero a la pata coja narró su vida profesional hasta la Transición, incluyendo sus coberturas del terremoto de Managua o de la Guerra de Vietnam. Escribió: “No tengo ideología política. No creo en la política. Todos los políticos me parecen unos sicópatas del poder”. Pidió que en su tumba fueran grabadas las siguientes palabras de Carlos Luis Álvarez, Cándido: “El estado natural de un periodista es la muerte”. Razón no le faltaba, supongo. Al malogrado ejemplar de su fantástico libro, repudiado en la inmundicia, me remito.