Es como si alguien hubiera encendido una luz en un lugar donde todo el mundo sabía que pasaban cosas, pero se fingía que no. El caso de Francisco Salazar, el exalto cargo de Moncloa acusado de acoso sexual por trabajadoras y militantes socialistas, ha detonado una cadena de denuncias internas que empieza a salpicar a distintas estructuras del PSOE: primero Torremolinos, ahora Lugo. Y en medio de todo, un elemento común: el papel de los medios, que han pasado de reproducir comunicados a poner el foco en las víctimas, en los protocolos y en los silencios.
“No consta denuncia formal”
La cronografía arranca meses atrás. El partido recibió las primeras denuncias contra Salazar a través de su canal interno de acoso el 8 de julio. Allí se describían conductas hipersexualizadas, comentarios humillantes sobre el cuerpo y la vida sexual de las trabajadoras, e incluso gestos explícitos. Sin embargo, cuando el caso sale a la luz, la respuesta institucional no fue escuchar a las denunciantes, sino cerrar filas. Pilar Alegría, portavoz del Gobierno y una de las voces feministas del Ejecutivo, (ella misma denunció hace unos meses violencia machista digital), aseguró públicamente que no constaba ninguna denuncia formal contra Salazar. Lo hizo pocas horas antes de que el partido decidiera apartarlo y meses después compartieron una comida, de la que ahora se arrepiente.

Ese contraste —la defensa pública seguida de una rectificación apresurada— dejó una sensación de maquillaje político. Y lo que apareció después resultó todavía más inquietante: las denuncias internas sí existían, pero no habían avanzado dentro del partido. Se habló de problemas administrativos, de fallos en la gestión interna, incluso de “errores” en el sistema donde habían sido registradas. Para muchas militantes, aquello no sonaba a un fallo técnico, sino a algo más profundo: un desdén estructural hacia las alertas de las mujeres.
Torremolinos abrió una grieta
Ese ignorar y minimizar las denuncias por violencia machista inicial actuó como desencadenante. Las mujeres que habían denunciado a Salazar comprendieron que, si no hubiese sido por el ruido externo, sus testimonios habrían quedado enterrados y el acosador aupado. Y otras, que llevaban meses acumulando situaciones de acoso en sus agrupaciones locales o federaciones, interpretaron que la única vía efectiva para que se las escuchara era romper el silencio.
Así estalló Torremolinos. Allí, una militante llevaba meses recurriendo al canal interno del partido para denunciar el acoso sexual del secretario general local. Había presentado pruebas, mensajes, explicaciones. Pero nada se movía. La gestión del caso Salazar —el apoyo público previo, el retraso en actuar, la aparición tardía de denuncias ya presentadas— la convenció de que seguir confiando en los procedimientos internos significaba seguir esperando indefinidamente. Decidió entonces llevar su denuncia ante la justicia. Su gesto abrió una grieta: no solo cuestionó a su dirigente local, sino que dejó en evidencia que el protocolo interno no estaba funcionando como el partido proclamaba.

La dirección reaccionó con una velocidad inédita: suspensión de militancia, expediente disciplinario y disolución de la ejecutiva local. Pero para muchas militantes, el mensaje ya estaba claro: si hablas dentro, no pasa nada; si hablas fuera, todo se mueve. La paradoja se convirtió en motor.
Los canales internos no aseguran la protección de las víctimas
Y entonces llegó Lugo. Varias mujeres vinculadas a la organización provincial comenzaron a relatar episodios de acoso: tocamientos, insinuaciones, presiones aprovechando la posición de poder. Esta vez, una de ellas usó el canal interno sabiendo que, con la crisis ya abierta, no podían permitirse otro episodio de parálisis. Y, efectivamente, la reacción fue inmediata: se abrió investigación, se asumió públicamente la existencia de una denuncia y se dejó en suspenso la continuidad del dirigente provincial.
#MeToo socialista
La cadena es reveladora. Las mujeres no están denunciando porque haya más casos, sino porque la forma en que se gestionó el primero demostró que el silencio no sirve, pero la exposición sí. Primero Salazar, con denuncias que se perdieron en un sistema opaco; luego Torremolinos, con una militante obligada a acudir a la Fiscalía para ser escuchada; ahora Lugo, donde el propio partido ya no puede mirar hacia otro lado porque hacerlo tendría un coste político insostenible.
Lo que muchos ya describen como un #MeToo socialista no nace del escándalo, sino de algo más profundo: las mujeres del PSOE están denunciando porque buscan ser escuchadas, no contenidas; protegidas, no invisibilizadas. Y porque han comprendido que cuando una habla, otras se atreven. Cuando una denuncia, otras recuerdan que también tienen derecho a hacerlo. Y que si el partido no estaba escuchando, ahora está obligado a hacerlo.


